Fragmento de Comarca del Jazmín
La primera sensación que tiene
Juanito cada mañana, es el rumor del picaporte. Siempre despierta cuando la
lengüeta metálica se esconde para que pueda girar la puerta. Entonces asoma la
cabeza de su madre, y él cierra los ojos con rapidez. Los instantes que su madre
tarda en recorrer el espacio que media entre la puerta y el lecho, son para él
de dulce indecisión. Suenan sobre las tablas los pasos afelpados de sus
babuchas caseras, y al fin está cerca de él, sobre él, su presencia caliente y
amiga. En torno de su madre hay un aura tibia que le besa el rostro antes de
que los labios cariñosos lleguen a tocarlo. Prefiere la suavidad de ese
contacto invisible antes que la caricia misma. Por eso no levanta los párpados.
Si cediera a la tentación, desaparecería el encanto y ya no conseguiría sentir
esa zona que envuelve a su madre. Esto sucede cuando ya sus hermanos se han ido
a la escuela, cuando por toda la casa transita el silencio en las patas de
Choclo, el gato negro y peludo. Afuera se alarga el patio luminoso, manchado
por las hojas del parrón. Más allá queda la cocina, país de humo y de oro. Y,
al fondo, el huerto verde y profundo. El huerto llama cada mañana a Juanito.
Soplan los tallos su flauta clara y fresca para encantarlo. Alzan las azucenas
sus copas espesas de fragancia. Revuelan mariposas amarillas, rojas, huidizas.
Toronjil y cedrón, ruda y malva, romero y albahaca. Todo un mosaico de aromas
que flotan, flotan, formando colores. Para Juanito, el perfume del romero es
azul; el de la menta, celeste; verde amarillo el del cedrón.
“Cor-chue-lo”, sigue diciendo
Juanito a cada rumor de picaporte. Viene entonces la madre para advertirle que
su taza de leche se enfría. Este llamado lo separa de su juguete, y diciendo
por última vez “cor-chue-lo”, se dirige al comedor. Allí hay una taza humeante
y un trozo de pan de oscura corteza. La leche es un mar blanco, espeso,
tranquilo. El niño echa en él, para romper su monotonía, un pedacito de pan que
flota un momento y se apega a los bordes de la taza. Junto a la primera, cae
otra corteza tostada. Y ya la taza es un océano donde se libra un combate
naval. Dos embarcaciones pelean. Una lleva una bandera de diez colores. La
otra, un trapo oscuro. A Juanito le interesa que venza la primera. Por eso,
levanta la cuchara y golpea suavemente el líquido. Se levantan ondas blancas y
ambas embarcaciones se estremecen y chocan. Primer ataque. Ha sacado ventajas
la bandera negra. Pero el capitán de la otra nave es inteligente y ordena una
temeraria maniobra. Un segundo golpe de cuchara distancia más a los rivales. Un
tercero los hace juntarse de nuevo. Esta vez va en ganancia la bandera
multicolor. ¡Viva! El entusiasmo de Juanito no mide la potencia del cuarto
golpe y la leche le salpica la cara. El pequeño se irrita. Coge a los dos
rivales en su cuchara y los engulle. Que sigan el combate en su interior. Y
para que tengan agua de sobra, allá va un gran sorbo de leche.

Pero no es hora de divagaciones.
Ahora Juanito tiene la obligación de examinar su tesoro antes que se despierte
el gigante. Aquí hay un artefacto raro que clava como un puercoespín. Juanito
lo saca con cuidado y lo analiza, temeroso de que tenga vida propia. Es un
objeto de metal amarillo con una especie de carretel erizado de púas. Junto a
este carretel hay muchas laminillas delgaditas, algunas de las cuales están
quebradas como los dientes de una peineta. Convencido de que aquello es
inofensivo, Juanito lo da vueltas entre sus manos. ¿Para qué servirá? Se le
ocurre que aquí deben moler el trigo en los molinos. Pero no. En el molino que
él conoce hay unas piedras enormes, redondas, con un hoyo al centro. Ha visto
dos en la puerta grande de afuera. Y en ellas le dijeron que se molía el trigo.
Entonces aquello debe servir para otra cosa. Está dispuesto a dejarlo en su
sitio, dándose por vencido, cuando sus dedos hacen girar el rodillo. Dos o tres
notas agudas surgen de allí y se quedan vibrando en sus oídos. Repite la
experiencia y el aparato deja oír otras notas más cálidas. Prosigue su juego, y
ya son los compases de una música fina, desvaída, balbuceante. Siguen los dedos
interminablemente y las notas se repiten, se alejan, vuelven, se posan como
pájaros en el corazón de Juanito. El niño está deslumbrado. Aquello debe valer
mucho. Por lo menos un millón de pesos. Pero él tiene que llevárselo, no puede
dejarlo allí. Más tarde, el gigante cerrará con llave la puerta y ya no habrá
manera de cogerlo. Juanito se entreabre la blusa y desliza el artefacto a ras
de piel. Siente su frío contacto y el cuerpo se le engranuja por el lado
izquierdo. La emoción lo paraliza por algunos momentos. Aquella empresa es
demasiado grande para él. Si lo sorprenden, tendrá que restituir su tesoro, y
eso le resulta terrible. El trofeo le pertenece. Lo descubrió él. Los héroes de
los cuentos nunca tuvieran escrúpulos de conciencia. Les bastaba dormir al
dragón o vencer al gigante para que las piedras preciosas y las princesas les
pertenecieran. Y él ha pasado frente al gigante dormido sin despertarlo. Tan
estupenda empresa merece un premio: lo lleva consigo. Debe defenderlo con su
propia sangre si es preciso. Inicia Juanito el retorno con mil precauciones,
aunque tratando de conciliar éstas con su categoría de héroe. Abandona el
cuarto y no vuelve la cabeza de inmediato hacía el lugar en que está su
enemigo. Mira al suelo: allí encuentra la raíz de un duraznero. Suben sus ojos
por el tallo, lentamente, estudiando sus rugosidades. Se detienen en una ramita,
en un nudo, en un brote reciente. Cuando sus miradas han alcanzado suficiente
altura, las hace resbalar de súbito hacía la silla del abuelo. Allí está Baltasar,
en postura idéntica a la de antes. El niño se tranquiliza, echa una ojeada a su
blusa, palpa el objeto que lleva debajo y comprueba que el bulto no es
demasiado visible. Coge entonces una ramita caída en el suelo y avanza
mirándola. Es una ramita seca y recta, suave al tacto. Esta será su vara de
virtud. Con un signo de ella, conseguirá mantener el sueño del gigante todo lo
que sea necesario. Avanza, avanza. Ya no median sino unos pasos entre él y su
abuelo. Entonces alza la ramita y dice como para sí mismo: “Duerme,
duerme". El abuelo da una cabezada que le derriba la testa blanca hacia la
derecha. Entreabre los ojos cenicientos, sin ver el mundo, bajo la sombra de
sus cejas espesas. Juanito se paraliza, la vara de virtud detenida en el aire.
Su vida entera en ese instante, es una vibración como de frágil cristal a punto
de romperse. Pero el abuelo torna otra vez a su sueño con renovada placidez.
Juanito mira la varilla con desconfianza y no vuelve a levantarla. Tiene demasiado
poder y su choque podría matar al gigante. Ya está junto a él, frente a él. Oye
su respiración acompasada y no puede apartar los ojos de aquella figura
durmiente. Lo vigila con todos sus sentidos, seguro de que si dejara de
mirarlo, el gigante se alzaría terrible y acusador ante él. En ese momento, el
objeto se mueve bajo su blusa y le martiriza la piel del vientre. Es un cilicio
cuya tortura trata de evitar hundiendo cuanto puede la barriga. Mas las púas
tenaces prosiguen su tarea de vengadoras, y el niño debe hacer esfuerzos para
no lanzar un gemido.

Tin, tin, tan, tin...
A Juanito le nace, lentamente, un alma musical y esplendorosa. Baila su
corazón entre un huracán de mariposas, pedrerías y flores.
Comarca del Jazmín. Óscar Castro, 1945.
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