Juanito descubre el mundo - Óscar Castro

Fragmento de Comarca del Jazmín

Corchuelo, si, Corchuelo, dice Juanito lentamente, haciendo jugar el picaporte de su pieza. El picaporte es como un pequeño animalito metálico y chirriante. Tirándole la colita amarilla, el picaporte esconde la lengua, y luego, al soltarla suena y asoma, fría, como si gustase un helado invisible. Juanito ha estudiado mucho este juguete oscuro de la puerta. Desearía sacarlo y ver qué tiene por dentro, descubrir el maravilloso resorte que produce aquel sonido. Se le figura que en el interior de esta cajita debe existir un organismo inédito, muy distinto del que tenía su payaso músico, despanzurrado tres días atrás para resolver el problema de su funcionamiento.

La primera sensación que tiene Juanito cada mañana, es el rumor del picaporte. Siempre despierta cuando la lengüeta metálica se esconde para que pueda girar la puerta. Entonces asoma la cabeza de su madre, y él cierra los ojos con rapidez. Los instantes que su madre tarda en recorrer el espacio que media entre la puerta y el lecho, son para él de dulce indecisión. Suenan sobre las tablas los pasos afelpados de sus babuchas caseras, y al fin está cerca de él, sobre él, su presencia caliente y amiga. En torno de su madre hay un aura tibia que le besa el rostro antes de que los labios cariñosos lleguen a tocarlo. Prefiere la suavidad de ese contacto invisible antes que la caricia misma. Por eso no levanta los párpados. Si cediera a la tentación, desaparecería el encanto y ya no conseguiría sentir esa zona que envuelve a su madre. Esto sucede cuando ya sus hermanos se han ido a la escuela, cuando por toda la casa transita el silencio en las patas de Choclo, el gato negro y peludo. Afuera se alarga el patio luminoso, manchado por las hojas del parrón. Más allá queda la cocina, país de humo y de oro. Y, al fondo, el huerto verde y profundo. El huerto llama cada mañana a Juanito. Soplan los tallos su flauta clara y fresca para encantarlo. Alzan las azucenas sus copas espesas de fragancia. Revuelan mariposas amarillas, rojas, huidizas. Toronjil y cedrón, ruda y malva, romero y albahaca. Todo un mosaico de aromas que flotan, flotan, formando colores. Para Juanito, el perfume del romero es azul; el de la menta, celeste; verde amarillo el del cedrón.

“Cor-chue-lo”, sigue diciendo Juanito a cada rumor de picaporte. Viene entonces la madre para advertirle que su taza de leche se enfría. Este llamado lo separa de su juguete, y diciendo por última vez “cor-chue-lo”, se dirige al comedor. Allí hay una taza humeante y un trozo de pan de oscura corteza. La leche es un mar blanco, espeso, tranquilo. El niño echa en él, para romper su monotonía, un pedacito de pan que flota un momento y se apega a los bordes de la taza. Junto a la primera, cae otra corteza tostada. Y ya la taza es un océano donde se libra un combate naval. Dos embarcaciones pelean. Una lleva una bandera de diez colores. La otra, un trapo oscuro. A Juanito le interesa que venza la primera. Por eso, levanta la cuchara y golpea suavemente el líquido. Se levantan ondas blancas y ambas embarcaciones se estremecen y chocan. Primer ataque. Ha sacado ventajas la bandera negra. Pero el capitán de la otra nave es inteligente y ordena una temeraria maniobra. Un segundo golpe de cuchara distancia más a los rivales. Un tercero los hace juntarse de nuevo. Esta vez va en ganancia la bandera multicolor. ¡Viva! El entusiasmo de Juanito no mide la potencia del cuarto golpe y la leche le salpica la cara. El pequeño se irrita. Coge a los dos rivales en su cuchara y los engulle. Que sigan el combate en su interior. Y para que tengan agua de sobra, allá va un gran sorbo de leche.

Juanito sale al patio. Bajo la sombra del parrón, en su silla de paja, dormita, caída la barba blanca sobre el pecho, Baltasar, el abuelo. El niño pasa por frente a él en puntillas y atraviesa el huerto. En vano alarga sus manos el romero para detenerlo. En vano le manda mensajes el viento, impresos en fino papel de mariposas. Algo más intenso lo lleva, retenida la respiración, suavísimo el paso, hacía un punto que él bien conoce. Al final del huerto, apegado a una tapia con grandes grietas, hay un reino encantado que muy pocas veces ha podido explorar, por expresa prohibición del abuelo. Es un cuarto en que el anciano guarda sus tesoros. Hay allí grandes tarros, barricas desvencijadas, útiles de labranza, tiestos llenos de objetos imprevistos. Como en el cuento de Alí Babá, es necesario franquear una puerta que por fortuna está sin llave. “Sésamo, ábrete”. Y las manos de Juanito se hunden, febriles, en el primer tiesto. Tropiezan sus dedos con heterogéneas cosas: hebillas de hierro, clavos de bronce de dorada cabeza, semillas de colores, láminas de metal, argollas y otras mil baratijas cuyo nombre desconoce nuestro explorador. Corcel apresurado, el corazón le late tumultuoso en el pecho. Aquellas cosas deben tener un incalculable valor. Sí en ese momento viniera el gigante, no tendría el niño un mago bondadoso que lo hiciera desaparecer. Debería enfrentarse resueltamente a su destino y no se siente capaz. El gigante es su abuelo. El pequeño lo ha investido de terribles poderes. Con una sola inflexión de su voz, el gigante podría transformarlo en piedra. 0 en lagarto. Mejor en lagarto, porque las piedras no se mueven y son grises, frías. En cambio, los lagartos ¡qué rapidez tienen! ¡Y cuántos colores! Juanito conoce los lagartos. Los ha visto en las estampas de un libro grande que tiene su hermana, y también en el huerto, sobre las tejas. Es decir, no lagartos verdaderos: lagartijas más bien. Pero qué importa. Deben ser iguales. Claro. Después las lagartijas crecen y se vuelven lagartos. También los gatos se convierten en tigres al hacerse más viejos. Por supuesto que debe pasar un tiempo largo: cien años cuando menos. Entonces se van a la selva y rugen. Rugen como un volcán. Y echan llamas por los ojos. Con estas llamas se alumbran el camino de noche. Cuando hay incendio en la montaña, es que los tigres están hambrientos y le han prendido fuego con los ojos.

Pero no es hora de divagaciones. Ahora Juanito tiene la obligación de examinar su tesoro antes que se despierte el gigante. Aquí hay un artefacto raro que clava como un puercoespín. Juanito lo saca con cuidado y lo analiza, temeroso de que tenga vida propia. Es un objeto de metal amarillo con una especie de carretel erizado de púas. Junto a este carretel hay muchas laminillas delgaditas, algunas de las cuales están quebradas como los dientes de una peineta. Convencido de que aquello es inofensivo, Juanito lo da vueltas entre sus manos. ¿Para qué servirá? Se le ocurre que aquí deben moler el trigo en los molinos. Pero no. En el molino que él conoce hay unas piedras enormes, redondas, con un hoyo al centro. Ha visto dos en la puerta grande de afuera. Y en ellas le dijeron que se molía el trigo. Entonces aquello debe servir para otra cosa. Está dispuesto a dejarlo en su sitio, dándose por vencido, cuando sus dedos hacen girar el rodillo. Dos o tres notas agudas surgen de allí y se quedan vibrando en sus oídos. Repite la experiencia y el aparato deja oír otras notas más cálidas. Prosigue su juego, y ya son los compases de una música fina, desvaída, balbuceante. Siguen los dedos interminablemente y las notas se repiten, se alejan, vuelven, se posan como pájaros en el corazón de Juanito. El niño está deslumbrado. Aquello debe valer mucho. Por lo menos un millón de pesos. Pero él tiene que llevárselo, no puede dejarlo allí. Más tarde, el gigante cerrará con llave la puerta y ya no habrá manera de cogerlo. Juanito se entreabre la blusa y desliza el artefacto a ras de piel. Siente su frío contacto y el cuerpo se le engranuja por el lado izquierdo. La emoción lo paraliza por algunos momentos. Aquella empresa es demasiado grande para él. Si lo sorprenden, tendrá que restituir su tesoro, y eso le resulta terrible. El trofeo le pertenece. Lo descubrió él. Los héroes de los cuentos nunca tuvieran escrúpulos de conciencia. Les bastaba dormir al dragón o vencer al gigante para que las piedras preciosas y las princesas les pertenecieran. Y él ha pasado frente al gigante dormido sin despertarlo. Tan estupenda empresa merece un premio: lo lleva consigo. Debe defenderlo con su propia sangre si es preciso. Inicia Juanito el retorno con mil precauciones, aunque tratando de conciliar éstas con su categoría de héroe. Abandona el cuarto y no vuelve la cabeza de inmediato hacía el lugar en que está su enemigo. Mira al suelo: allí encuentra la raíz de un duraznero. Suben sus ojos por el tallo, lentamente, estudiando sus rugosidades. Se detienen en una ramita, en un nudo, en un brote reciente. Cuando sus miradas han alcanzado suficiente altura, las hace resbalar de súbito hacía la silla del abuelo. Allí está Baltasar, en postura idéntica a la de antes. El niño se tranquiliza, echa una ojeada a su blusa, palpa el objeto que lleva debajo y comprueba que el bulto no es demasiado visible. Coge entonces una ramita caída en el suelo y avanza mirándola. Es una ramita seca y recta, suave al tacto. Esta será su vara de virtud. Con un signo de ella, conseguirá mantener el sueño del gigante todo lo que sea necesario. Avanza, avanza. Ya no median sino unos pasos entre él y su abuelo. Entonces alza la ramita y dice como para sí mismo: “Duerme, duerme". El abuelo da una cabezada que le derriba la testa blanca hacia la derecha. Entreabre los ojos cenicientos, sin ver el mundo, bajo la sombra de sus cejas espesas. Juanito se paraliza, la vara de virtud detenida en el aire. Su vida entera en ese instante, es una vibración como de frágil cristal a punto de romperse. Pero el abuelo torna otra vez a su sueño con renovada placidez. Juanito mira la varilla con desconfianza y no vuelve a levantarla. Tiene demasiado poder y su choque podría matar al gigante. Ya está junto a él, frente a él. Oye su respiración acompasada y no puede apartar los ojos de aquella figura durmiente. Lo vigila con todos sus sentidos, seguro de que si dejara de mirarlo, el gigante se alzaría terrible y acusador ante él. En ese momento, el objeto se mueve bajo su blusa y le martiriza la piel del vientre. Es un cilicio cuya tortura trata de evitar hundiendo cuanto puede la barriga. Mas las púas tenaces prosiguen su tarea de vengadoras, y el niño debe hacer esfuerzos para no lanzar un gemido.

Aquella primera experiencia dice a Juanito que todo lo bello se consigue con dolor. Sin embargo, él no podrá aprovechar la lección, pues, aún es demasiado pequeño y la vida no ha tenido tiempo de endurecerlo. La trayectoria desde donde se halla su abuelo hasta su pieza es una tortura para Juanito. El la soporta heroicamente. Salió herido del combate con el dragón. Todavía siente, viva, quemante, la sensación de su dentellada en el cuerpo. Pero aquí está la puerta. Inútilmente el picaporte estira y encoge su lengüecilla. El niño no la ve: algo más grande acapara todo su interés. Junto a la cama entreabre su blusa y aparece el tesoro intacto. Juanito tiene rasguñada la piel del vientre, pero se da por feliz de haber salvado de aquella aventura con tan escasas heridas. Se queda contemplando el misterioso rodillo y luego se asegura de que nadie vendrá a interrumpirlo. Su madre está en la cocina. El abuelo sigue durmiendo. Tiene por lo menos una hora de libertad absoluta. Una hora suya que el pianito maravilloso llenará de melodías encantadas. Lentamente primero, con mayor ligereza después, hace girar el rodillo. Cada plaquita metálica, al ser levantada por la púa respectiva, entrega su sonido clarísimo. Es como si lloviera música en gotas. El pianito canta, canta. Y el niño, embelesado, no se fatiga nunca de dar vueltas al rodillo. Tin, tin, tan, tin... Bailan todas las princesas de los cuentos, con largos vestidos hechos de pétalos y de estrellas. Tin, tin, tan, tin... Juanito recuerda la lluvia. Así cae sobre los árboles, sobre las casas, sobre el agua de las charcas. Tin, tin, tan, tin... El Gato con Botas, y Caperucita, y Pulgarcito y Blanca Nieves danzan al compás del pequeño instrumento. Tin, tin, tan, tin... El dragón se adormece, llora el gigante, el ogro terrible deja de perseguir a los niños, para escuchar la melodía. Tin, tin, tan, tin... Viene Simbad el Marino, viene Alí Babá con sus cuarenta ladrones, acude Aladino a través del bosque haciendo bailar la sombra de los árboles con el azul, reflejo de su lámpara maravillosa.

Tin, tin, tan, tin...

A Juanito le nace, lentamente, un alma musical y esplendorosa. Baila su corazón entre un huracán de mariposas, pedrerías y flores.

Comarca del Jazmín. Óscar Castro, 1945. 


No hay comentarios: