Los juegos de la noche - Stig Dagerman

A veces, por la noche, cuando la madre llora en el cuarto y sólo pasos desconocidos resuenan en las escaleras, Ake tiene un juego que juega en vez de llorar. Finge ser invisible y poder transportarse adonde quiere, nada más que pensándolo. Aquella noche no había más que un sitio adonde pudiera anhelar dirigirse y en donde Ake está a menudo. Ignora cómo ha llegado allí, sabe solamente que está en una sala. No sabe cómo es, porque no tiene ojos para ella, pero está llena de humo de tabaco, los hombres estallan en risas espantosas sin motivo, las mujeres, que no logran hablar claramente, se inclinan sobre una mesa y ríen de una manera espantosa, ellas también. Esto traspasa a Ake como cuchilladas, pero después de todo se siente feliz de estar allí. En la mesa, alrededor de la cual todos están sentados, hay varias botellas, y cuando un vaso está vacío, una mano desenrosca un tapón y llena de nuevo el vaso.

Ake, que es invisible, se tiende sobre el piso y gatea bajo la mesa sin que ninguno de los convidados lo note. Tiene en la mano una barrena invisible y, sin dudar un instante, la planta en la mesa y se pone a perforarla. Pronto ha atravesado la madera, pero sigue. Siente que su barrena muerde el vidrio y, de pronto, cuando ha perforado el fondo de una botella, el aguardiente corre en un delgado hilo regular por el hueco hecho en la mesa. Reconoce los zapatos de su padre y no osa pensar en lo que pasaría si de pronto él se volviera otra vez visible. Pero en ese momento, con un estremecimiento de alegría, oye a su padre que dice:
-¡Vaya! ¡Ya no hay más nada que beber! -y otra voz que asiente-: Cierto, en ese caso… -y luego todo el mundo se levanta en la sala.

Ake sigue a su padre por las escaleras y, cuando llegan a la calle, lo guía, aunque su padre no se da cuenta, hacia una estación de taxis y cuchichea la dirección exacta al chofer; luego durante todo el trayecto se mantiene en el estribo para controlar que vayan en la buena dirección. Cuando están sólo a algunas cuadras de la casa, Ake anhela estar de vuelta y se encuentra extendido al fondo del sofá de la cocina: oye detenerse un coche abajo en la calle: cuando vuelve a ponerse en marcha se da cuenta de que no era el suyo, y que aquél se ha detenido ante la puerta del inmueble de al lado. El verdadero está, pues, todavía en camino; quizá ha sido obstruido en algún lugar cerca del cruce más próximo; quizá ha sido detenido por un ciclista volcado; suceden tantas cosas a los automóviles...

Pero finalmente llega un automóvil que parece ser el bueno. A algunas puertas de la de Ake, comienza a disminuir la velocidad, costea lentamente la casa de al lado y se detiene con un pequeño rechinamiento justamente ante la puerta precisa. Una puerta se abre, una puerta se cierra con un crujido, alguien silba haciendo tintinear una moneda. Su padre no acostumbra silbar, pero nunca se sabe... ¿Por qué no se pondría a silbar de pronto? El auto arranca y vira en la esquina, luego todo se vuelve silencioso. Ake presta oídos y escucha lo que sucede en la escalera, pero no llega ningún ruido de puerta. Ni el menor clic del dispositivo automático, ni el menor ruido de pasos sordos trepando la escalera.

¿Por qué lo habré dejado yo tan pronto, piensa Ake, en vista de que estábamos tan cerca? Yo habría podido seguirlo hasta la misma puerta. Evidentemente, ahora él está abajo, ha perdido la llave y no puede entrar. Tal vez se va a encolerizar, se va a ir y no regresará hasta que la puerta esté abierta, mañana por la mañana. Y no sabe silbar, es bien sabido, de otra manera me silbaría a mí o a mamá para que le tirásemos la llave.

Tan silenciosamente como le es posible, Ake salta el borde del sofá que rechina como siempre, y choca en la oscuridad con la mesa de la cocina: allí se para como petrificado, sobre el frío linóleo, pero su madre llora con grandes sollozos, regulares como la respiración de un durmiente; ella no ha oído nada, pues se desliza hasta la ventana y aparta suavemente la persiana para mirar afuera. No hay alma viviente en la calle, pero la lámpara encima de la puerta de enfrente está encendida. Se enciende al mismo tiempo que el dispositivo automático de la escalera. En esto se parece exactamente al que está encima de la puerta de Ake.

Pronto Ake comienza a tener frío y con sus pies desnudos vuelve a pasitos al sofá. Para no chocar con la mesa sigue el fregadero con la mano y de pronto la punta de sus dedos toca algo frío y puntiagudo. Deja que sus dedos continúen la exploración durante un instante, luego empuña el mango del cuchillo. Cuando se desliza en su lecho tiene el cuchillo aún. Lo pone bajo la frazada, cerca de él, y de nuevo se hace invisible. Se encuentra en el mismo salón de hace poco, se mantiene a la entrada y mira a los hombres y las mujeres que retienen prisionero a su padre. Se da cuenta de que si su padre debe recobrar la libertad es necesario liberarlo de la misma manera que Fred ha liberado al misionero, cuando éste estaba atado a un poste y se hallaba a punto de ser asado por los caníbales.

Ake avanza a paso de lobo, alza su cuchillo invisible y lo hunde en la espalda del gordo monigote que está sentado junto a su padre. El gordo cae tieso, muerto -Ake le da una vuelta a la mesa- y uno tras otro resbalan de sus sillas sin saber demasiado lo que les sucede. Cuando el padre está al fin liberado, Ake lo arrastra por las escaleras y como no se oye ningún coche en la calle, bajan los escalones muy lentamente, atraviesan la calle y suben a un tranvía. Ake se las arregla para que su padre tenga un asiento en el interior; espera que el cobrador no perciba que ha bebido un poco y que su padre no diga algo desagradable al conductor o acaso tenga un estallido de risa sin motivo.

El canto de un lejano tranvía nocturno, que se amortigua en un viraje, penetra implacablemente en la cocina, y Ake, que ha abandonado ya el tranvía y reposa de nuevo en el sofá, nota que su madre ha dejado de sollozar durante su corta ausencia. En el cuarto la persiana vuela contra el techo con un crujido terrible y cuando ese crujido se ha esfumado, la madre abre la ventana y a Ake le gustaría poder saltar del lecho y correr al cuarto para anunciarle que puede cerrar la ventana otra vez, bajar la persiana e ir a acostarse con toda tranquilidad, porque ahora, de todos modos, el padre no tardará. "Va a llegar en el próximo tranvía, yo mismo lo he ayudado a tomarlo”. Pero Ake comprende que esto no serviría de nada, ella nunca le creería. Ella no sabe todo lo que él ha hecho por ella. Cuando están solos por la noche y ella lo supone dormido, no sabe qué viajes él emprende y en qué aventuras él se lanza por ella.

Cuando más tarde el tranvía se detiene en la parada de la esquina, él se mantiene pegado a la ventana y mira afuera por la rendija entre la persiana y las jambas. Los primeros que llegan son dos jóvenes que han debido saltar del tranvía en marcha, se entretienen dándose puñetazos, habitan en la casa nueva al otro lado de la calle. Se oyen las voces de los que han bajado en la esquina y mientras el tranvía iluminado sale de detrás de las casas y atraviesa lentamente la calle de Ake llenándola de hierros viejos, aparecen gentes en pequeños grupos que luego se dispersan en diferentes direcciones. Un hombre de paso vacilante, con su sombrero en la mano como un mendigo, mete la cabeza por la puerta de Ake, pero no es su padre, es el portero.

Ake no se mueve. Sigue esperando. Sabe que muchas cosas pueden retener al pasajero del tranvía en la esquina. Hay varias vidrieras, particularmente la de una zapatería donde su padre quizá se haya detenido antes de entrar para elegir un par de zapatos. La vidriera del vendedor de frutas y legumbres está llena de carteles pintados a mano y habitualmente muchos se paran a mirar los interesantes muñecos que allí hay dibujados. Hay también una distribuidora automática que funciona mal y es posible que el padre haya introducido una pieza de veinte para comprarle una caja de pastillas de regaliz y ahora no logre abrir la puertita.

Mientras Ake se mantiene junto a la ventana y espera que su padre se aleje de la distribuidora, su madre sale de pronto del cuarto y pasa ante la cocina. Como está descalza, Ake no ha oído nada, pero ella seguramente no lo ha notado, porque sin detenerse va hacia la entrada. Ake suelta la persiana que tenía separada y permanece completamente inmóvil en la oscuridad total, mientras su madre busca algo entre los abrigos. Debe ser un pañuelo, porque un momento más larde ella se suena y vuelve al cuarto. Aunque ella está descalza, Ake observa que trata de andar silenciosamente para no despertarlo. Después de haber entrado al cuarto, cierra rápidamente la ventana y baja la persiana con un golpe seco y rápido.

Luego ella se tira en la cama y los sollozos recomienzan exactamente como si no pudiera sollozar más que en esa posición o como si no pudiera evitar llorar cuando se halla tendida.

Después de haber mirado una vez más hacia la calle y encontrarla completamente vacía, aparte de una mujer que se deja acariciar por un marinero bajo el balcón de enfrente, Ake vuelve con pasos afelpados a acostarse. El piso rechina de pronto bajo sus pies y tiene la impresión de que resuena como si él hubiera dejado caer algo. Ahora está horriblemente fatigado; mientras avanza, el sueño se despliega sobre él como una niebla y a través de esa niebla percibe un crujido de pasos en la escalera, pero no van en la buena dirección, sino que descienden en lugar de subir. Tan pronto se ha deslizado bajo el cobertor se sumerge, de mala gana pero rápidamente, en las aguas del sueño y lasúltimas olas que se cierran encima de su cabeza son dulces como sollozos.

Pero el sueño es tan frágil que no logra retener a Ake apartado de lo que le preocupaba cuando estaba despierto. Seguramente que no ha oído al auto frenar ante la puerta, ni encenderse el dispositivo automático con un pequeño clic, ni el ruido de los pasos trepando la escalera, pero la llave introducida en la cerradura atraviesa el sueño y Ake de pronto se despierta, la alegría lo golpea como un relámpago, lo enciende desde los pies a la cabeza. Pero la alegría se disipa también en una humareda de preguntas. Ake tiene un juego al que se entrega cada vez que despierta de esta manera. Se entretiene en pensar que su padre atraviesa la entrada en dos zancadas y se aposta entre la cocina y el cuarto a fin de que su madre y él puedan ambos oírlo exclamar: "Tengo un compañero que se ha caído del andamio y he tenido que acompañarlo al hospital, me he quedado con él toda la noche y no he podido llamarte porque no había teléfono cerca'", o bien: “Imagínense que hemos ganado el premio gordo en la lotería y si he vuelto tan tarde es porque yo quería que ustedes no perdieran el resuello tan pronto". O bien: "Imagínense que hoy el patrón me ha regalado un bote de motor y he salido a probarlo y mañana por la mañana temprano salimos los tres. ¿Qué me dicen de eso?"

En realidad, esto se desarrolla más lentamente y sobre todo no es tan sorprendente. Su padre no halla el interruptor de la entrada. Finalmente renuncia y tropieza con un armazón de madera que cae a tierra. Reniega y trata de recogerlo, pero en vez de hacerlo vuelca un bulto que estaba junto a la pared. Renuncia entonces y trata de hallar un gancho donde colgar su abrigo, pero cuando al  fin ha hallado uno, el abrigo se le desliza también y cae al suelo con un ruido blando. Apoyado en la pared, el padre da a continuación algunos pasos para ir al baño, enciende la luz y, como tantas otras veces, Ake permanece acostado, paralizado para escuchar el ruido de las salpicaduras en el piso. El padre apaga, tropieza en la puerta, jura y entra al cuarteo a través de la cortina que se estremece como una serpiente presta a morder.

Luego todo está silencioso. El padre permanece de pie en el cuarto sin decir una palabra, sus zapatos rechinan débilmente, su respiración es pesada e irregular, pero esos dos ruidos lo vuelven todo todavía más aterradoramente silencioso y en ese silencio un nuevo relámpago golpea a Ake. Es el odio lo que lo enciende y aprieta el mango del cuchillo tan fuerte que le hace daño, aunque no siente dolor. Pero el silencio dura sólo un instante. Su padre comienza a desvestirse. La chaqueta, el chaleco. Tira sus ropas sobre una silla. Se apoya en un armario y deja caer de los pies sus zapatos. La corbata hace un chasquido como un batir de alas. Luego da algunos pasos más por el cuarto, es decir hacia la cama, y se queda inmóvil mientras da cuerda a su reloj. Luego todo se pone silencioso, tan terriblemente silencioso como antes, sólo el reloj roe el silencio como un ratón, el reloj del hombre ebrio.

Y después sucede lo que el silencio esperaba, la madre hace un movimiento desesperado en la cama y el grito brota de su boca como sangre.

-Cochino, cochino, cochino, cochino -exclama ella hasta que su voz muere y todo se vuelve silencioso. Únicamente el reloj roe, roe, y la mano que aprieta el cuchillo está toda húmeda de sudor. Es tan grande la angustia en la cocina que no se podría soportar sin un arma; finalmente, Ake está tan fatigado por el miedo que, sin resistencia, sumerge en el sueño antes que nada la cabeza. Tarde en la noche se despierta de pronto y, por la puerta abierta, oye rechinar la cama de al lado y un dulce murmullo llenar el cuarto; no sabe exactamente lo que esto significa, sino que esos dos ruidos implican la desaparición del miedo por esta noche. Suelta el cuchillo que sostenía su mano y lo rechaza lejos de él, lleno de un deseo ardiente de su propio cuerpo; en el momento de adormecerse, se entrega al último de los juegos de la noche, el que le trae la paz final.

La paz final… sin embargo, no hay fin. Poco antes de las seis de la tarde la madre entra a la cocina donde él, sentado a la mesa, está haciendo su tarea de cálculo. Ella simplemente le saca de las manos, el libro de aritmética y lo hace levantarse del banco.

-Ve a ver a papá -dice arrastrándolo con ella hacia la entrada y poniéndose detrás para cortarle la retirada- ve a ver a papá y dile de mi parte que te dé dinero.

Los días son peores que las noches. Los juegos de la noche son mucho mejores que los del día. Por la noche se puede ser invisible y corretear sobre los techos hasta el sitio donde se tiene necesidad de ustedes. Por el día no se es invisible. Por el día la cosa no va tan rápida, no es tan bueno jugar. Ake cruza la puerta de la casa y no es de ningún modo invisible. El hijo del portero le tira del abrigo para que vaya a jugar a las bolas, pero Ake sabe que su madre está en la ventana y lo siguen con los ojos hasta que ha desaparecido tras la esquina, tanto que él se desprende sin decir palabra y se va corriendo como si alguien fuera en su persecución. Cuando ha doblado la esquina, se pone a andar tan lentamente como le es posible; cuenta los cuadros de la acera y los salivazos que hay en ella. Se le une el hijo del portero, pero Ake no le responde, pues no se le puede decir a nadie que ha salido a buscar al padre con su paga. Al fin, el hijo del portero se cansa y Ake se acerca cada vez más al sitio al que no quiere acercarse. Finge alejarse cada vez más, pero esta no es verdad de ningún modo.

La primera vez él pasa delante del café sin entrar. Merodea tan cerca que el guardia gruñe a su lado. Se mete en una calle transversal y se detiene ante la casa donde se halla el taller de su padre. Un poco más tarde, pasa bajo la puerta cochera y desemboca en el patio y finge creer que su padre está aún allí, que se ha escondido en alguna parte detrás de los toneles o los sacos para que Ake lo busque. Levanta las tapas de los toneles de pintura y cada vez se asombra de no hallar a su padre acurrucado en uno de ellos. Después de haber buscado en el patio durante casi media hora, acaba por comprender que su padre no ha podido esconderse ahí, y se va.

Al lado del café hay una locería y una relojería. Ake se para primero a mirar la vidriera en que se exhiben porcelanas. Trata de contar los perros, primero los perros de raza de la fila delantera, luego los que puede entrever cuando pone sus manos de visera, y pasa revista a los anaqueles y mostradores en el interior de la tienda. El relojero se dispone justamente a bajar la cortina de su comercio, pero por los huecos del enrejado Ake puede ver de todos modos los relojes allá dentro, que hacen tictac. Mira también el reloj que marca la hora exacta y decide que el segundero tiene que dar diez vueltas antes de que él entre.

Ake aprovecha el momento en que el guardia disputa con un individuo que le muestra algo en un periódico para colarse en el café; en seguida avanza corriendo hacia la mesa precisa, a fin de no ser visto por demasiada gente. Su padre no lo ve en seguida, pero uno de los otros pintores hace una señal en dirección de Ake y dice:
-Tu chiquillo está ahí.
El padre pone al hijo en sus rodillas y frota su barba de dos días contra la mejilla. Ake trata de no mirarlo a los ojos, pero de vez en cuando no lo puede evitar, fascinado por las ventanillas rojas en lo blanco de los ojos.
-¿Qué quieres, tú? -dice el padre: su lengua es blanda, pastosa, y tiene que repetir varias veces la misma cosa antes de estar satisfecho él mismo de ello,
-Vengo a buscar dinero.
Su padre entonces vuelve a ponerlo suavemente en el suelo, se echa hacia atrás y ríe tan fuerte que sus camaradas se ven obligados a hacerle señal de callarse. Riéndose, saca su portamonedas, quita torpemente el elástico y busca mucho antes de hallar la pieza deuna corona más brillante.
-Toma, Ake -dice- ve a comprarte dulces con esto.
Los otros pintores no quieren ser menos y Ake recibe una corona de cada uno de ellos. Retiene el dinero en su mano mientras, abrumado de confusión y vergüenza, se dirige prudentemente a la salida por entre las mesas. Se muere de miedo de que alguien lo vea salir cuando pase corriendo delante del guardia y que un soplón vaya a decir en la escuela:
-Ayer por la tarde vi salir a Ake de la taberna.

Se detiene de todos modos un instante ante la vidriera del relojero y, mientras la aguja da diez vueltas en torno de su eje, permanece allí, apoyado contra la reja. Él sabe que esta noche deberá jugar aún, pero no sabe a quién odia más de los dos seres por los cuales juega.

Cuando más tarde dobla lentamente la esquina, encuentra la mirada de su madre allá arriba a diez metros del suelo y avanza hacia la puerta del inmueble lentamente con cuanto coraje tiene para ello. Al lado hay un vendedor de leña y se arriesga de todos modos a arrodillarse un momentito y a mirar por el tragaluz a un viejito que recoge carbón en un saco negro. Cuando el viejito ha terminado, la madre está detrás de Ake. Ella lo levanta bruscamente y lo toma por el mentón para captar su mirada.
-¿Qué ha dicho? -cuchichea-. ¿Acaso te has comportado de nuevo como un flojo?
-Dijo que iba a venir en seguida -cuchichea Ake en respuesta.
-¿Y el dinero?
-Mamá, cierra los ojos -dice Ake y juega el último de los juegos del día.

Mientras su madre eleva los ojos, Ake desliza suavemente las cuatro piezas de una corona en la mano extendida; luego baja la calle corriendo, sus pies tienen tanto miedo que patinan en el pavimento. Un grito cada vez más fuerte lo persigue a lo largo de las casas pero esto no lo detiene, por el contrario él corre todavía más rápido.

La vegetación negra - Andrés Sabella

En Hombre de Cuatro Rumbos. Orbe, 1966

La pampa es una escultura de sales, donde el hombre olvida el contorno de las frutas y comprende por qué la frente es un camino andado sólo por la desgracia... 
Las alas no escriben su gracia en la pampa, y cuándo el crepúsculo se humaniza en un carmín remoto y agradable, los hombres sonríen a imaginarios veleros que zarpan hacia islas en que el verde canta, como un ser que encarnara a la misma felicidad. 
Piedras con gestos de verdugos, perspectivas que concluyen en la noche... 
Sin embargo, en la pampa existe una vegetación singular, que es el esqueleto de un monstruoso animal sagrado y violento: las máquinas. 
Ellas se desenvuelven y complican lo mismo que una vegetación viva y alucinante. Vegetación oscura, ésta suspende y comunica una trágica solemnidad. Vegetación de una fragancia dura, sin frutas para glorificar los labios ni flores en que descansar de la desventura. 
Es la vegetación que brama día y noche, la que no cabrá en ningún herbario y no aprenderá jamás a hipnotizar la peregrina ternura de los pájaros.

Roberto Arlt y la ejecución de Severino Di Giovanni

Di Giovanni en la corte.
"Vivir en monotonía las horas mohosas de lo adocenado, de los resignados, de los acomodados, de las conveniencias, no es vivir la vida. Es solamente vegetar y transportar en forma ambulante una masa informe de carne y de huesos. A la vida es necesario brindarle la elevación exquisita de la rebelión del brazo y la mente". Quien así pensaba era Severino Di Giovanni (1901-1931), el anarquista italiano que llegó a la Argentina huyendo del hambre y la miseria que asolaban su tierra natal, por entonces convulsionada por la violencia ejercida por las Squadre d'Azione, la canalla fascista que pasó a la historia con el nombre de "camisas negras".

Nacido en Chieti, en la región de los Abruzzos, estudió para maestro y, aún sin graduarse, comenzó a enseñar en una escuela de su pueblo. Simultáneamente y de manera autodidacta, aprendía el oficio de tipógrafo y leía a los teóricos del pensamiento anarquista: Bakunin, Proudhon, Kropotkin, Malatesta y Reclus. Cuando contaba con veinte años se entregó por entero a la militancia anarquista, actividad que lo llevó a tener que padecer la censura y las persecuciones por parte del incipiente régimen capitaneado por los Fasci Italiani di Combattimento. Esto lo impulsó a dejar Italia y viajar a la Argentina.

Llegó a Buenos Aires en 1923 y se radicó en Morón, a unos pocos kilómetros de la capital. Su primer trabajo consistió en vender las flores que cultivaba en su casa. Luego consiguió empleo como tipógrafo y se conectó con grupos anarquistas que, por entonces, movilizaban a miles de obreros, editaban periódicos, tenían foros de debate y luchaban por los derechos laborales. Dos años después Di Giovanni lanzó su propio periódico, "Culmine", que propiciaba el anarquismo individual y la lucha "cara a cara" con el enemigo fascista. Su lema era: "De la propaganda a los hechos", algo que Di Giovanni puso en práctica rápidamente. Ese mismo año fue detenido por primera vez tras participar en un acto de repudio a un evento realizado en el Teatro Colón con la presencia del presidente argentino y el embajador italiano. El 16 de mayo de 1926, estalló una bomba frente a la embajada de los Estados Unidos en Buenos Aires. Fue el primer atentado de varios que realizó contra objetivos norteamericanos. También participó en varios robos, entre ellos uno a un camión de transporte de caudales, lo que le permitió abrir su propia imprenta. En agosto de 1927 participó de la multitudinaria movilización de alrededor de cien mil personas que pedían la liberación de los anarquistas italianos Ferdinando Sacco (1891-1927) y Bartolomeo Vanzetti (1888-1927), ambos a punto ser ejecutados en Massachusetts, Estados Unidos. Luego, el 23 de mayo de 1928, intervino en el atentado que destruyó el nuevo edificio del consulado italiano en Buenos Aires, al tiempo que siguió cometiendo numerosos asaltos. Considerado el "hombre más maligno que pisó tierra argentina", Di Giovanni creía en el derecho a matar al opresor aunque cayeran inocentes, y tenía un fundamento ideológico para sus actos: usar la violencia contra la violencia. Su foto ocupó la primera plana de todos los diarios y terminó la década del '20 siendo el hombre más buscado en el país.

Cliché de "Culmine", Pubblicazione Anarchica.
Di Giovanni inició 1930 editando una nueva revista, "Anarchia", en la que todos los sectores anarquistas podían exponer sus ideas, mientras continuaba con sus correrías que incluían la "expropiación" y la liberación de presos. Pero, a partir del golpe militar del 6 de setiembre, reinició los atentados con bombas. Los tres artefactos dinamiteros que estallaron en enero de 1931 precipitaron su captura. La policía intensificó su búsqueda y, finalmente, el jueves 29 de enero de 1931 fue detenido al salir de una imprenta en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires. La populosa esquina de las avenidas Corrientes y Callao fue el escenario de la persecución policial en la que Di Giovanni se enfrentó a los tiros con los efectivos que lo perseguían y que lo terminaron capturando en un garage de la zona, luego de un frustrado intento de fuga por los techos de las casas bajas que, por entonces, había en el centro porteño. Tras su detención, sobre el escritorio de Di Giovanni fue encontrado un papel que decía: "¿Claudicar? Ni siquiera cuando -al final del camino- sin ninguna salida de salvación, me encuentre delante de la muralla de la muerte".

El dictador militar que había usurpado el poder unos meses antes ordenó un juicio rápido. Su defensor fue un teniente primero que, en su alegato, planteó la incompetencia del tribunal militar para juzgar al detenido y apeló contra la pena de muerte, algo que le valdría ser castigado por sus superiores y, según algunas versiones, morir envenenado tiempo después en una cena de camaradería; otras, en cambio, hablan de un largo exilio. La sentencia se dictaminó rápidamente y se estableció el 1 de febrero como fecha para su ejecución. Pocas horas antes de ser fusilado pidió un café dulce desde su celda. Lo rechazó al probarlo: "Pedí con mucha azúcar... No importa, será la próxima vez". Una muchedumbre se agolpó en las puertas de la prisión para escuchar las descargas. Otros tantos reclamaban su derecho a presenciar la ejecución. Algunos periodistas y encumbrados ciudadanos lo lograron. Como si fuera una función teatral, todos querían ver morir a Di Giovanni.


Testigo de ese asesinato fue también el novelista, cuentista y dramaturgo argentino Roberto Arlt (1900-1942), como periodista del diario "Buenos Aires Herald". Su presencia no era igual a la de cientos de personas que acudieron allí para ver morir al demonio, al asesino extranjero de la época. Los zapatos lustrados y el traje de gala de muchos de los asistentes convertían el asesinato de un hombre en un espectáculo frívolo, uno más de la noche porteña. La crónica de Arlt no puso ningún comentario propio sino la descripción de ese teatro irracional de la fuerza bruta contra las ideas: "la descarga terminó con el más hermoso de los que estaban presentes". Ese mismo día, en estricto secreto, el cuerpo fue trasladado al cementerio de la Chacarita. Sin embargo, al día siguiente la tumba de Di Giovanni amaneció cubierta de flores rojas. El texto de Arlt apareció en su famosa sección "Aguafuertes Porteñas" del diario "El Mundo" el 7 de febrero de 1931 bajo el título "Crónica de una ejecución". Quedan disponibles a continuación:

***

He visto morir
Las 5 menos 3 minutos. Rostros afanasos tras de las rejas. Cinco menos 2. Rechina el cerrojo y la puerta de hierro se abre. Hombres que se precipitan como si corrieran a tomar el tranvía. Sombras que dan grandes saltos por los corredores iluminados. Ruidos de culatas. Más sombras que galopan. Todos vamos en busca de Severino Di Giovanni para verlo morir.

La letanía
Espacio de cielo azul. Adoquinado rústico. Prado verde. Una como silla de comedor en medio del prado. Tropa. Máuseres. Lámparas cuya luz castiga la obscuridad. Un rectángulo. Parece un ring. El ring de la muerte. Un oficial. 
"...de acuerdo a las disposiciones... por violación del bando... ley número...".
El oficial bajo la pantalla enlozada. Frente a él, una cabeza. Un rostro que parece embadurnado en aceite rojo. Unos ojos terribles y fijos, barnizados de fiebre. Negro círculo de cabezas. Es Severino Di Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huida hacia las sienes como la de las panteras. Labios finos y extraordinariamente rojos. Frente roja. Mejillas rojas. Ojos renegridos por el efecto de luz. Grueso cuello desnudo. Pecho ribeteado por las solapas azules de la blusa. Los labios parecen llagas pulimentadas. Se entreabren lentamente y la lengua, más roja que un pimiento, lame los labios, los humedece. Ese cuerpo arde en temperatura. Paladea la muerte.
"...artículo número... ley de estado de sitio... superior tribunal... visto... pásese al superior tribunal... de guerra, tropa y suboficiales...".
Di Giovanni mira el rostro del oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza tremenda de su mirada y de la voluntad que lo mantiene sereno.
"...estamos probando... apercíbase al teniente... Rizzo Patrón, vocales... tenientes coroneles... bando... dése copia... fija número...".
Di giovanni se humedece los labios con la lengua. Escucha con atención, parece que analizara las cláusulas de un contrato cuyas estipulaciones son importantísimas. Mueve la cabeza con asentimiento, frente a la propiedad de los términos con que está redactada la sentencia.
"...dése vista al ministro de Guerra... sea fusilado... firmado, secretario...".

Habla el Reo
- Quisiera pedirle perdón al teniente defensor...
Una voz:
- No puede hablar. Llévenlo.
El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. Algunos espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quien sabe!
El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta agua para tomar el mate.
Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha a izquierda y se deja amarrar.
Ha formado el blanco pelotón de fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita:
- Venda no.
Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso. Surge una dificultad. El temor al rebote de las balas hace que se ordena a la tropa, perpendicular al pelotón fusilero, retirarse unos pasos.
Di Giovanni permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas?
- Pelotón, firme. Apunten.
La voz del reo estalla metálica, vibrante:
- ¡Viva la anarquía!
- ¡Fuego!
Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas. Fogonazo del tiro de gracia.

Muerto
Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra.

***
Roberto Arlt

El Suburbio (Adaptación) – L. Armando Triviño

Publicado originalmente en  el folleto Arengas, 1923. Editorial Lux.

   Las riberas del río, las orillas de la ciudad, el arrabal, el prostíbulo de tercera, la cocinería, el cambalache, el basural, la agencia, el albergue, la cantina, el garito, la ropería, el conventillo, el templo pentecostal, el coche de tercera en el ferrocarril, la imperial en el tranvía, la cubierta de tercera en el vapor, las cuadras en el cuartel, en la cárcel y comisarías, los calabozos, la sala común en el hospital, el torno en la casa de huérfanos, la secretaría en el juzgado, la sala de espera en el dispensario.
    En el campo el rancho del inquilino, el galpón de los peones en el fundo, la barra y el cepo en el cuartel de carabineros o policía campesina.
   Todo eso donde la estrechez y la miseria se abrazan, en la ciudad y el campo, con frío delirante en invierno, con calor sofocante en verano, todo eso, opaco, color gris, sucio, grasiento, haraposo, falto de aire, de confort, de luz, en donde pululan multitud de bichos, en las que cabalgan fecundándose las hordas microbianas de la tuberculosis, de la sífilis, del tifus, de la peste, etc.
    Todo eso donde la luz y el oxígeno van a lo lejos y de malas ganas, donde los beneficios de la industria, los resplandores del arte y de la ciencia no llegan en su potencialidad bondadosa, allí es donde el progreso vuelve las espaldas y hace morisquetas.
   ¡Allí está el suburbio! El peón, el inquilino, el krumiro, el pesquisa, el conscripto, el paco, el pentecostal, el ratero, la palomilla, la prostituta, el mendigo, el trapero son hijos del suburbio, son los vástagos miserables de una organización social patas arriba, que se desespera y se consume a puñaladas y a mordiscos en los sombríos y sucios arrabales.
   ¡El suburbio es un crimen; es una patada de milico en el vientre de la humanidad!
   ¡Hay que barrer, iluminar el suburbio con una llamarada de luz y de fuego!
   El que sufre no debe callar, el que calla otorga. Hay que protestar y accionar. Para esto hay que abrir frente a la comisaría, al cuartel, la fábrica, el garito y la iglesia “pentecostal” un Sindicato Obrero, un Centro de Estudios Sociales y en cada puerta del conventillo una proclama anarquista que fulmine dioses, patrias, amos y esclavos! ¡Hay que concluir esa barbarie, esa gusanera que va de la ribera del río a las orillas de la ciudad! ¡El suburbio!
Junio de 1922


Extraído del libro de Víctor Muñoz “Armando Triviño: Wobblie. Hobres, ideas y problemas del anarquismo en los años veinte. Vida y escritos de un criollo libertario”.  

La cosecha - Rodolfo González Pacheco

   Aún están verdes los trigos. Ni el rumor ni el resplandor, como de joyas revueltas, les maduró todavía. Eso va a lograrlo el sol, fino y paciente joyero. 
   Los maíces están igualmente verdes. Son mamones entre pañales de chalas. Cada grano de sus choclos es una gota de leche.
   El viento acuna las chacras en que dormitan, indigestados de jugos, los maíces y los trigos. El cuidado de sus días continua dependiendo de quienes depositaron la semilla generosa en el surco humeante. Humeante fertilidad de la tierra; humeante aliento del hombre: dos varas de humo, de las que siempre cinchó, como una yunta de bueyes, la esperanza del labriego.
   Y éste también está verde. Es un niño como trigo y su maíz. Renace todos los años para preguntar lo mismo: ¿Qué será de mis maizales?... ¿Qué será de mis trigales?....
   ¡Ah, tipo inefable y trágico! Pregunta lo que ya sabía su padre, y su abuelo, y el primero que sembró. Pero pregunta otra vez y hay, no más, que contestarle como el pregunta: trágica, inefablemente.
   ¡Serán pan! y pan para los bandidos de arriba abajo; desde el primer magistrado hasta el último milico. Hectáreas, miles de hectáreas, arramblados por los amos para abastecer sus mesas. Y otras miles todavía para nutrirles la entraña, roja y caliente, a las hembras de sus goces que así ondularán las ancas las lagartonas. Y lo que sobre, si sobra, lo echarán por sobre el mar al hambre de aquellos que ya no siembran, porque están entretenidos en degollarse o quemarse. Pan para todos -¡ay, sí!-, menos para quienes aran, engavillan, muelen el grano, hacen pan.
   Su destino ya está escrito. Leedlo en los diarios burgueses. Veréis qué bien distribuida está ya vuestra cosecha. 
   
Y aún están verdes los trigos y los maíces. Son niños aún, como vuestros niños; de cuyos también deberíais saber lo que van a ser, si no os rebeláis vosotros. Si no maduráis la vida.

Carteles Tomo I, Americalee, 1956.

El río invisible - Rafael Barrett


¿Recordáis, allá cuando éramos niños, muy niños; cuando las personas mayores se agachaban penosamente con el objeto de besarnos, y nos empinábamos nosotros sobre la punta de 105 pies para ver lo que ocurría encima de las mesas, qué grande era el espacio? El comedor, la sala, la alcoba, eran vastos terrenos de juego o de batalla, donde se escalaban las sillas, se exploraban los rincones, y donde uno podía esconderse. Los largos corredores eran de día pista de carreras, de noche túneles inacabables y llenos de peligros. La casa era un mundo. Lo infinito empezaba en la calle. Traspasado el umbral, nos hundíamos en el caos sin fondo y sin término, donde es locura aventurarse solo. Un paseo era una expedición lejana y maravillosa, en que no era sensato confiarse a otros guías que a nuestros padres. A la vuelta, al divisar la silueta familiar de nuestra vivienda, sentíamos algo de lo que habrá sentido Colón en su primer regreso, cuando reconoció en el pálido horizonte las montañas de la patria.

Crecimos, y el espacio disminuyó, como si nuestro cuerpo lo devorase. Aprendimos geodesia y astronomía, y siguió disminuyendo, devorado por nuestra inteligencia. Las distancias siderales son enormes, pero las medimos y nos parecen razonables; lo infinito empieza detrás de las últimas nebulosas, pero no es un infinito vivo y rumoroso, preñado de gestos como la ciudad cuyas olas batían nuestra puerta, sino el pozo negro e inerte de donde el telescopio no saca nada. El Universo, despojado del misterio que lo agrandaba y ahondaba en nuestra tierna fantasía, se ha reducido a una figura geométrica, aislada en mitad del pizarrón celeste.

El tiempo se modifica también con la edad, y esto es más grave. Vivir en un espacio más o menos ancho no nos atañe tan íntimamente, no afecta tanto nuestra conciencia como vivir más o menos deprisa. Cada vez vivimos más deprisa. No busquéis la impresión de lo eterno en las conjeturas de lo prehistórico, ni en los abismos de la geología, sino en la cinta esfumada de vuestros recuerdos remotos. ¿Qué son las épocas del globo comparadas con la inmensidad de siglos que hemos necesitado para separar nuestro ser de la realidad exterior, para distinguir los lineamientos fundamentales de nuestro espíritu, para cuajar en él una sensación definida, una idea, para comprender la palabra ajena y pronunciar la propia, para tender uno a uno los hilos sutiles que nos atan a las cosas? Los sabios dirán que al cabo de tres o cuatro años un niño ha logrado todo eso. Mas esta apreciación se hace desde afuera. Por dentro, la formación de los sentidos y de la razón del hombre exige una eternidad. Retroceded en vuestra memoria, cavad el lecho de vuestro pasado; nunca hallaréis su límite, nunca exclamaréis: "comencé aquí". Siempre la oscura avenida se prolongará en la llanura, juntando y desvaneciendo trazos y colores en un punto inaccesible. Siempre quedará una vaga y creciente región por sondar. Llegaréis a las tinieblas, pero no al principio de vuestro ser. Todos llevamos en nosotros una historia tan antigua y venerable como la de la creación misma.

Constituido lo esencial del alma, fijos los rasgos principales del carácter y de la fisonomía, el tiempo se acelera. Todavía chiquillos aún, las horas duran; un día de fiesta, un almuerzo en el campo, representan tesoros casi inagotables de alegría; un mes resulta plazo indefinido; un año es la mitad de la existencia. Más tarde, adolescentes, el tiempo se encoge. Nuestra mirada alcanza más lejos; calculamos sin vértigo la fecha en que acabará el curso y hasta la carrera emprendida. Concebimos con exactitud sucesos que antes teníamos por prácticamente imposibles, la muerte de nuestros padres, nuestra propia muerte. Vemos envejecer. Envejecemos. El tiempo se apresura. El ritmo de nuestra vida retarda, y el tiempo corre y nos sumerge y nos desmorona. Cuando nuestro organismo, en su período inicial hacia las conquistas primordiales de la especie, se transformaba con frenesí creador, poseíamos el tiempo, es decir, el ritmo general de todo, nos uníamos a él, a él nos enroscábamos y le acompañábamos, y él era para nosotros espléndidamente interminable. Pero detenidos en nuestro desarrollo, inmóviles en nuestra efigie, el tiempo nos deja atrás y se aleja riendo, y pasa, insensiblemente más y más rápido. Apenas vivimos; somos un bloque de costumbres inveteradas, plantado en un ángulo del camino para marcar la distancia que otros recorren. En nosotros se lee la horrible velocidad del tiempo.

El tiempo vuela, nos araña la carne, nos estruja, nos destroza al intentar arrebatarnos en su ligera huida. Ni siquiera nos aburrimos despacio. Hasta el dolor, hasta la desesperación concluyen pronto. ¿Qué son los años para el viejo? Minutos que faltan. Las aguas del río invisible se deslizan tan veloces que descubrimos al fin que algo las llama, las sorbe. El cauce se estrecha, las aguas no fluyen, caen. El tiempo se precipita, se desploma. Una línea corta la corriente. Es la catarata final: al borde el tiempo enloquecido empuña nuestros despojos miserables, y con ellos se lanza a la sima de donde nada vuelve.

Publicado en "El Diario", Asunción, 22 de noviembre de 1907.