Callejón sin salida - M. S. Papasquiaro


Callejón sin salida / ayúdanos
a ensanchar nuestros sentidos
Tú tan ninguneado
cueva / desierto / metrópoli filosa
árida ranchería / témpano cortante
puente dilatado por 1 gas
que de repente pulveriza
los inencontrables tréboles de 4 hojas
que oxigenan alimentan prestan sus alas
a tus pulmones heridos / a las pezuñas de canguro
con que avanzan tus orillas
Callejón sin salida
tablita pirata
salto de tigre
transpiración entre la niebla
LSD escurridizo
rostro en el que vemos beber
chupar su fuerza
a las especies más nómadas
de nuestros árboles de fuego
Callejón sin salida
voz de los inquietos
canción de los difíciles
biombo de cerezos
que escogen para sus muecas los travestis
Inyección de bastas
papiro con signos
al que sólo los imbéciles
son capaces de no entregar su vista
Cuna de motines
incubadora de orgasmos
hamaca carnívora
en la que medito los jugos de jazz
con los que saldré más fresco
más brillante / de mis próximos incendios
Aparentemente tú has decidido darnos la espalda
acordonarnos los músculos del cuello
triturarnos los fusibles
jugar con nosotros al festín de los fantasmas
Pero lo cierto en este crucigrama
de barricadas temblonas
camas destendidas
citas inciertas
con lo desconocido intrauterino
Pero lo cierto en este crucigrama
es que la lengua del poeta te visita
el sudor del guerrillero penetra en ti / hasta los ojos
los fetos electrizados del deseo aún insatisfecho
bailan en tus vértebras
forjan sus flautines
prenden sus inciensos en tu pelvis
Mientras tú les sonríes les conversas
les regalas gasolina / soma vibrátil
dentaduras trepadoras que arrancas de ti mismo
& ya puedes considerarte
socio : complice : infrarrealista hermanito nuestro
Crucemos cojos / desgreñados o cantando
los gises polvorientos de esta raya
Callejón sin salida
autostop que me doy a mi mismo
Tu muslo izquierdo: enfermedad
tu muslo derecho: medicina
A la hora en que cierran sus taquillas
los centros nocturnos & los circos
En el momento en que se desmaya la venta de aspirinas
consoladores hexámetros famosos
es que tú apareces
en vías de tatuarnos bajo la piel
el rasguño primero de nuestro más obsesivo autorretrato
& ya hasta te silbamos entre sueños
& preferimos salir contigo & con cero pasaportes
a estas calles / bulevares de moho
pasadizos lechosos / vías directas a la hemorragia ámbar
Callejón sin salida
dinos con 1 ojo
rehileteando 1 pestaña
hacia dónde disparar
suave / febrilmente 
nuestra última mirada-picahielo
nuestros últimos cartuchos
remolinos de clara vida & fresco semen
Para la normalidad estamos muertos
para la logística militar no existimos
para las gélidas aguas del cálculo bursátil
nuestras escamas / nuestras hélices
son encías fantasmagóricas
coágulos irresistibles de 1 resplandor
que nos pretenden negar a escopetazos
Pero tú bien sabes
que muy muy dentro de ti
acariciamos probamos tu bocado
rajamos para siempre
las alfombras sin luz propia del horóscopo
Callejón sin salida
callejón de muervida
socio : cómplica : infrarrealista hermanito nuestro.

Aullido de Cisne, 1996

La justicia en China - Florencio Sánchez

En Cuentos Anarquistas de América Latina. Pequeña Antología. Editorial Eleuterio.

Los magistrados del Poder Judicial, son muy severos en la China, lo mismo que en todos los países civilizados.
En Pekín había un juez llamado Tío Kin, que era un modelo en el ejercicio de su ministerio.
Sabía de memoria todos los Códigos del Celeste Imperio, y recitaba todos los artículos de la ley con una precisión admirable.
Me parece que los veo, sentado en su tribunal, con su fisonomía rechoncha, los ojos diminutos, a la moda del país; la cabeza afeitada y la coleta tiesa como un rabo de zorro.
Varios personajes rodeaban el estrado, y le ayudaban en la administración de la justicia.
Sus fallos eran inapelables.
Cuando pronunciaba sentencia, el secretario abría un gran libro amarillo, en el que estaban ya redactadas, para mucho tiempo, las fórmulas de ley, y no había más que llenar los blancos, así como se llenan las matrículas de los peores conciertos en nuestras Comisarías de Policía.

Cierto día compareció ante el juez un pobre chino, a quien se acusaba de haberse robado y comido un huevo.
El magistrado se revistió de la mayor gravedad, y le interrogo así:
- ¿Cómo te llamas?
- Kin Fo
- ¿Por qué te comiste ese huevo?
- Porque tenía hambre.
- Pues bien: la ley es muy clara a este respecto. Escucha tu sentencia: "Todo el que robare alguna cosa, por pequeña e insignificante que sea, será castigado con la pena de muerte", Artículo 3, del Código Verde. Te condeno a la horca administrando justicia, etc. 

El secretario abrió el libro amarillo y lleno cuatro vacíos con estas palabras: Kin-Fo-Huevo-Horca.
El reo dio un golpe sobre la mesa, para llamar la atención del juez, y le mostró una pluma de pavo.
Era la insignia de los mandarines. El reo era, pues, un Mandarín, y esto no lo había advertido a tiempo el magistrado.

El doctor Tío Kín, se rascó la cabeza, como hombre que no sabe qué hacer, y al final dijo:
-Estas leyes del Celeste Imperio son tan intrincadas, que bien puede dispensarme el señor Mandarín que está presente, acusado por una pequeñez, a que medite un momento sobre su causa.
Meditó un rato el chino, o hizo que meditaba, y declaró que aunque la ley hablaba del robo en general, no encontraba en ella ningún artículo referente al robo de huevos, lo cual significaba: que no había castigo alguno para esa falta y en consecuencia, administrando justicia, etc., le declaraba absuelto.
El Secretario volvió a abrir el libro amarillo, tachó la palabra Horca, puso Absuelto.

¡Con qué facilidad se hacen estas cosas en la China!
El juez, entre tanto, se decía para su coleta: ¡Que plancha habría hecho que yo hubiera condenado a ese Mandarín de tres colas!
Aún no se había retirado éste del juzgado, cuándo fue acusado de haberse robado también la gallina que puso el huevo anterior.

El magistrado sudaba de frío. ¡Ya que el delito era más grave! ¡Cómo transigir! Sin embargo, muerto de miedo, escarbó el código y encontró un artículo que decía: "Al que se apropiara de animales ajenos, como gallinas, patos, cerdos, etc., se le cortará la cabeza".
El reo confesó su delito, con gran disgusto del juez, que hubiera querido que lo negara.
¿Qué hacer, pues? la ley era terminante; Tío Kín recordaba que algunos mandarines habían sido ajusticiados en otra época, y aunque la mano le temblaba firmó la sentencia.

Pero, al levantar la vista, observó con asombro que el reo tenía pendiente del cuello el botón de cristal, símbolo de los grandes chambelanes del imperio.
Inmediatamente se pusieron todos de pie ante el sindicado y le saludaron con el más profundo respeto. Sólo el Secretario, que era algo miope, y estaba ocupado por la tercera vez en enmendar la sentencia, demoró algo en levantarse y doblar el espinazo.

Pasado el primer momento de sorpresa, volvió el juez a registrar el código, estudió mejor el plazo y declaró, citando en su apoyo la opinión de notables juristas chinos, que aquello de que se le cortara la cabeza, que constataba en la ley, se refería únicamente a la cabeza del ave robada, nunca a la del ladrón, por lo cual suplicaba a éste tuviera la bondad de decapitar a la gallina, para satisfacer a la vindicta pública.
El Secretario se puso los lentes, abrió el libro amarillo, borró y escribió por la cuarta vez: 

-Pero, es el caso, exclamó el reo, sacando la corona de príncipe imperial y poniéndosela en la cabeza -, que como el dueño de la gallina me impidiera despojarle de su propiedad, yo le maté enseguida.

El personal del juzgado le hizo una profunda reverencia, en tanto que el portero, sabiendo de lo que ocurría, corrió a izar la bandera amarilla, en el balcón del palacio, para que supiera el pueblo de Pekín, que un principie honraba la mansión con su presencia. Y cuando estuvo izada, vino trayendo el almohadón de seda y el dosel de púrpura para el hijo del soberano; pero éste ya salía gravemente de la sala entre dos filas de altos dignatarios, encorvados hasta el suelo y precedido por el magistrado, que rompió la marcha tocando el gong.
Sólo el secretario andaba algo rezagado, motivo de haber tenido que romper, cuidadosamente para que no se notara, la página 3114 del libro de las sentencias. 

Al día siguiente, se instaló el tribunal, fue denunciado por un vendedor de té, de que no se había posternado cuando salía el príncipe del palacio de justicia.
Y, por supuesto, lo ahorcaron, porque la justicia en muy severa en Pekín.

***

- ¡Qué cosas pasan en la China! - dirán mis lectores.
- Sí - digo yo -; parece que pasaran aquí.

Originalmente publicado en Semanario El Sol, Argentina, 1900. 

No me conteis más cuentos - León Felipe.

I
(Introducción al poema "Un signo... ¡Quiero un signo!") 

Ya se han contado todos.
Todos se han dicho y se han escrito.
Y todos se han ovillado y archivado.
Los ha contado el viejo patriarca,
los han cantado el coro y la nodriza
los ha dicho un idiota, lleno de estrépito y de furia,
se han grabado en la ventana y en la rueda
y se han guardado en cajas fuertes las matrices.

Hay réplicas exactas de todas las tragedias,
discos fonográficos de todas las salmodias,
y placas fotográficas de todos los naufragios.
Ninguno se ha perdido. Estad tranquilos.
Se sabe que el poema es una crónica,
que la crónica es un mito,
la Historia, una serpiente que se muerde la fábula
y el poeta el cronista del Rey y el Arzobispo:
el narrador de cuentos.

Todos se han registrado.
Y todos están vivos todavía. Ahí pasa el pregonero:
"¡Cuentos!... ¡Cuentos!.. ¡Cuentos!... " 
Es aquel viejo vendedor de sombras y de risas
que ahora pregona cuentos.

Pero yo no quiero cuentos...
No me contéis más cuentos.

II 
Se todos los cuentos

Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan en cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos...
y que el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos.
Yo sé muy pocas cosas, es verdad.
Pero me han dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos.

Revista Babel n°22, Julio-Agosto, 1944.

Cuadros de la vida - José Santos González Vera

Extraído de Letras Anarquistas. Artículos periodísticos y otros escritos inéditos de M. Rojas y J.S. González Vera. (compilados por Carmen Soria)

Cuando llego a la inmunda pocilga que tengo por refugio, contemplo la miseria que ella encierra, siento el germen de la rebeldía que invade mi ser; las ideas macabras cruzan en tropel desordenado por mi mente, luego se esfuman como visiones.

Al atardecer salgo a dar el paseo de costumbre: las calles del barrio obrero mal pavimentadas; en altos y bajos, contemplo con tristeza los raquíticos muchachos del pueblo; las escuálidas vírgenes del lodo; los obreros que salen de las fábricas, algunos encorvados por el peso del dolor y la miseria; otros flacos y pálidos, que parecen salidos de las tumbas; y así desfilan los mártires del trabajo, casi todos van hacia un mismo punto: "La cantina", que es una de las armas más poderosas de la burguesía.

Luego tornando a un barrio burgués cambia el paisaje; los parásitos charlatanes producen una bulla infernal con sus voces chillonas; otros afortunados hablan de las conquistas de vacaciones, mientras consumen cigarrillos; allá un industrial con cara de tonto grave se queja de las crisis industriales; que los operarios no se cansan de pedir aumento de salarios... y sigue el drama...

Las burguesillas van aprendiendo movimientos voluptuosos; sus angostos vestidos de seda producen sonidos quejumbrosos que reflejan tal vez el pedazo de vida que arrancó de la operaria al hacerlo. Hablan... hablan como locas... algunas cuentan que decepcionaron a sus amantes por sus ideas anti-religiosas... y así sucesivamente siguen las alegrías y las penas...

Aquí los burgueses se extasían en orgiante placer... y allí los miserables obreros enloquecen de hambre...

Y sigue el eterno drama de la vida... sigue... sigue... adelante.

Originalmente publicado en Verba Roja, primera quincena de febrero, 1914

La palabra última - Manuel Rojas

Me has dicho: no te quiero.
Yo he sentido una gran alegría.
Y una gran pena.
Alegría, porque me siento así mas solo y más libre que nunca.
Y pena, porque mi corazón, dulce siervo, siempre sentirá
    la nostalgia de una dorada esclavitud.
Y por esto, yo no sé si sonreír o llorar ahora.

Tu cariño me hizo amar durante algún tiempo la vida,
los bosques profundos, el cielo, el mar.
Y ahora, solo, mi antiguo amor por la muerte renace.
Yo debería agradecer tu palabra de liberación.
Pero mi espíritu tiembla ante la voz de su vieja soledad.
Y estoy con los ojos cerrados, en la actitud de un ciego
    que escucha.

Y pensar que todo habría sido suave y fácil.
Una palabra habría bastado.
Y nos hubiéramos unido largamente.
Pero tal vez nuestra continuada compañía me habría
    hecho aborrecer mi libertad.
Y entonces habría llorado largamente.
Porque es lo que más quiero después de ti y antes de la muerte.

Nicanor Parra: Hoy el sujeto es el planeta


Sí. El tema de los temas de hoy en Chile es la vuelta a la democracia. Ahora uno se pregunta ¿cómo es que uno quiera volver a una situación en la que ya estuvo y de la que quería salir? ¿no estaremos en peligro de repetir o de estar en presencia de un disco rayad? Si volvemos a la democracia, los viejos problemas sobreviven, evidentemente. La democracia no es la solución definitiva, la democracia burguesa, la democracia como se ha dado en Chile y en otros países, se entiende… De modo que yo personalmente*, que apoyo la vuelta a la democracia, tengo que tratar de autojustificarme. ¿Por qué creo que se impone la vuelta a la democracia? Por una razón muy sencilla: sin ella no se salva nada. Y nuestro deber fundamental en estos momentos es la supervivencia. El planeta se encuentra en pésimas condiciones. Está moribundo. ¿Y quiénes son los asesinos del planeta? El complejo industrial-militar. Entiendo por ello al capitalismo y al socialismo “real”, que en la práctica han resultado, como sistemas, tan depredadores. De modo que nosotros no volvemos a la democracia para reanudar la vieja lucha; el reemplazo del sistema  burgués por el sistema proletario. Es que han surgido en los últimos tiempos problemas gravísimos y en los que aspectos de la cuestión social serían solo eso; aspectos.

En la dictadura, o sea en una situación de capitalismo virulento, resulta imposible todo intento de comprender el problema y procesarlo. El capitalismo no dispone de herramientas para entender la cuestión. Como tampoco dispone de ellas el socialismo “real”, desafortunadamente. Marx entendió, mucho mejor que el liberalismo, el problema económico, el de la explotación del hombre por el hombre. Pero la relación del hombre con la naturaleza no es satisfactoria en el enfoque marxista, según el pensamiento ecologista, en vez de partir de Marx, prefiere un planteamiento contemporáneo más coherente: el planteamiento de Kropotkin. Pienso en un ecologista norteamericano, por ejemplo: Murray Bookcheen. En su libro, “Ecología de la libertad”, aporta una nueva cosmovisión, una especie de nuevo “Capital”. Y todo esto tiene más que ver con el socialismo libertario que con el socialismo autoritario.

Estas filosofías sociales decimonónicas tienen sus fallas. En su época significaron valiosos pasos adelante en la historia del hombre y en la caracterización de la lucha de clases. Pero hoy éstos son solo cuestiones parciales de las estructuras y de las situaciones más graves que operan entre bastidores.

Pienso en este momento en las relaciones jerárquicas generales. El ¡NO! a las relaciones jerárquicas, es una de las primeras intuiciones del ecologismo.

¡NO! A la relación jerárquica de amo a esclavo entre hombre y mujer, por ejemplo. Como una metáfora de fondo, el trato que da el complejo industrial-militar a la naturaleza no es nada más que otra cara del machismo: la naturaleza, como mujer, y el hombre comportándose ante ella de una manera autoritaria. Habría entonces que retroceder, habría que buscar entre bastidores y encontrar allí el último núcleo de las dificultades sociales y comunitarias.

Y hasta las del hombre con la naturaleza y consigo mismo. En síntesis estoy pensando en una vuelta a la democracia en Chile, pero con fines planetarios. En otros términos: acción puntual en Chile y en todas partes, pero con la obligación de pensar globalmente.

Las soluciones para estos dilemas que se barajan de ordinario son convincentes desde un de vista tradicional, pero carecen de plausibilidad ecológica. Una de las soluciones propuestas es el enfrentamiento. Pero esto viene a ser sinónimo de colapso ecológico y de holocausto nuclear. ¡NO al enfrentamiento! para empezar. Eso nos llevaría al Apocalipsis. ¿Habría que renunciar a la acción? ¿Habría que renunciar a la lucha? No. En su libro “Psicoanálisis y ecología”, Cesarman dice que no hay que extrañarse de lo que ocurre en el planeta. Si fuera lícito extrapolar los principios del psicoanálisis individual a la sociedad, veríamos que la comunidad humana está recibiendo como ordenes profundas de fuertes impulsos tanáticos. No se conoce ningún sistema que sea eterno, que sea inmortal. De modo que este que llamamos “sociedad humana” está tan expuesto como cualquier otro al desgaste y a la muerte.

Repensarlo todo de nuevo; esa sería la primera obligación. Y en esta responsabilidad de repensar la realidad social desde un punto cero, hay que estar en condiciones de responder a ls siguiente pregunta; ¿quién es el culpable del lamentoso estado actual del planeta? Hemos condenado al capitalismo y al socialismo “real”, pero estas filosofías fueron de muy buenas intenciones, porque ambas querían construir el Paraíso en la Tierra. ¿No habría una falla anterior? Se me ocurre que sí. En la Reforma estarían dadas las raíces del capitalismo, especialmente en Calvino, con su endiosamiento del trabajo. El trabajo no es otra cosa que acción sobre la naturaleza.

Transformación de la naturaleza en artefacto, en chatarra. Y todo esto opuesto al principio de finitud de la naturaleza descubierto por la ciencia contemporánea: la naturaleza no tiene una capacidad infinita de autorregulación.

Los ecologistas piden una solución lúcida del problema social. No una solución de ojos cerrados. Y no estoy hablando de la ecología académica tradicional inventada por Heckel en el siglo XIX: una ciencia estudia la prelación de una especie con su medio. Ni tampoco refiriéndome a esa doctrina dedicada a salvaguardar, por ejemplo, la vida de las ballenas o de las focas o interesada en plantar arbolitos. Naturalmente que todas estas actividades son bienvenidas. Pero son absolutamente insuficientes.

Maquillajes, coartadas, movidas. No son soluciones. Cuando digo ecologismo estoy pensando en las Propuestas de Daimiel, que los ecologistas españoles produjeron en el año 1978. Un movimiento socioeconómico basado en la idea de armonía de la especie con su medio, que lucha por una vida lúdica, creativa, igualitaria, pluralista, libre de explotación y basada en la comunidad y colaboración de las personas. Los auténticos presupuestos de una ecología social, realizada más allá de los términos de una ecología académica y de conservacionismo ambiental.

Originalmente publicado en Crisis No. 52, marzo 1987, p.22-25.

Contra el voto electoral - Eliseo Reclus

Los bueyes van al matadero, nada dicen, nada esperan, pero al menos no votan por el carnicero que los deba matar, ni por el burgués que los deba comer. Más bestia que las bestias, más buey que los bueyes, el elector nombra sus carniceros y elige sus verdugos. ¡Y que haya hecho revoluciones para conquistar este derecho!
Eliseo Reclus. 
Revista Claridad, Vol.4, N°114, 1923, Chile.

Polvo y Viento - José Domingo Gomez Rojas

Hoy caen los crepúsculos de mi alma 
y dormido me encuentran las auroras; 
tengo tantas estrellas en mi ensueño 
que hay un divino azul hasta en mi sombra.

Es tan honda la noche de mi espíritu 
que en un éxtasis vivo su belleza 
y la muerte se acerca hasta mis besos 
como virgen vestida con estrellas.

Yo dormiré algún día bajo tierra 
y ni mi sombra vagará perdida; 
no seré ni recuerdo, ni fantasma, 
ni amor lejano, ni canción perdida.

Sólo entonces, tal vez, duerma tranquilo, 
sin inquietud alguna... Las estrellas
seguirán en los cielos, y los hombres 
viviendo sus dolores por la tierra.

Y yo estaré tranquilo con el polvo 
sobre mi corazón, sobre mis labios; 
pasarán los millones de centurias... 
habrán muerto y nacido muchos astros...

Así quiero dormir bajo los siglos, 
vestido con el polvo de lo eterno; 
yo que rodé cual lágrima en el mundo 
quiero apenas ser polvo sobre el viento.
Elegías, 1935.

De qué se nutre la esperanza - Manuel Rojas


Todo ser humano, por miserable que sea su condición, tiene una esperanza, pequeña o grande, noble o innoble, inalcanzable o próxima, pero esperanza al fin. Una parte de su ser vive en y de esa esperanza, se alimenta de ella y en ella.
Hay días en que esa esperanza amanece reducida al mínimo, misérrima, espantosamente misérrima. Sus posibilidades de realizarse se han alejado o destruido y el ser humano piensa y siente que más valdría que esa esperanza muriese y con ella aquella parte de su ser que vive de ella y en ella, que se alimenta en ella y de ella y que en esos momentos ni se alimenta ni vive, pues está miserable, tan miserable como la esperanza misma.

Pero el hombre tiene, además, otra esperanza: la de que han de venir días mejores para la suya. La deja, entonces, así, pequeña, entumecida, raquítica, y espera; rechazarla sería rechazarse a sí mismo, matarla equivaldría a matar lo que él más estima en sí mismo.

Hay veces en que el ser humano espera vanamente: su esperanza muere en él, tan marchita como él. Otras veces, en cambio, en aquella raíz casi podrida hay un rebrote, un rebrote que puede morir al poco tiempo o que puede traer otros y otros, fuertes y erguidos, apretados de savia, casi agresivos de vitalidad. El ser humano se siente entonces como debe sentirse un rosal en septiembre: pleno, próximo a estallar incapaz de resistir la ola de vida que asciende y circula por sus venas. La esperanza está próxima a convertirse en realidad.

Se ha esperado mucho tiempo, han transcurrido muchos días, terribles y amargos días, días de silencio, días en que se prefería no recordar que se tenía esperanza, días de rencor contra aquellos que impedía su desarrollo, días de desprecio para lo que pudiendo vigorizarla, no la vigorizaba. Días de desprecio, en fin, para sí mismo. ¿Cómo se pudo poner una esperanza en manos tan inhábiles, entregarla a dedos tan torpes, a fuerzas tan inútiles?

Todo aquello, sin embargo, no fue en vano: aquí está la esperanza, rebrotando con una fuerza que produce miedo, con una que está casi más allá de nuestra capacidad de soportarla. Es triste, claro está, muy triste que una esperanza se nutra de hombres muertos, de ciudades rendidas o destrozadas, de incendios, de sangre y de exterminio, pero no siempre le es dado al hombre elegir la materia con que se nutrirá la esperanza.



Revista "Babel"
N° 46. Santiago, 1948.

La eternidad - Gonzalo Rojas

Sin tener qué decir, pero profundamente
destrozado, mi espíritu vacío
llora su desventura
de ser un soplo negro para las rosas blancas,
de ser un agujero por donde se destruye
la risa del amor, cuyos dos labios
son la mujer y el hombre.

Me duele verlos fuertes y felices
jurarse un paraíso en el pantano
de la noche terrestre,
extasiados de olerse y acecharse
como los muertos, solos.

"Oh amantes: no durmáis hasta la aurora,
hasta que el sol reemplace vuestra furia
y entre por las cortinas a besaros los ojos.
No durmáis, Juventud, que la Vejez
os espía detrás de la ventana
con su cara invisible".

"No durmáis, proseguid
vuestra lucha, templad
sin cesar vuestras arma seductoras
con el tacto insaciable, con la sed
del primer huracán, a sangre y fuego.
No durmáis. Que el furor
os libre de mis manos asesinas".

"Soy vuestra peste. Soy
el que os sopla al oído la verdad de la tierra,
los designios aciagos:
he perdido mi cuerpo, porque yo soy la voz
de los cuerpos perdidos".

"No durmáis, hasta el sol.
No durmáis, mis hermosos amantes. No escuchéis
las olas del abismo".

Todos me ven y me oyen,
todos me temen, todos los que sufren el tiempo
como una pesadilla indescifrable,
y todos me preguntan quién soy, pero es inútil:
mi máscara es la noche.

En La Miseria del Hombre, 1948

Mar de Antofagasta - Andrés Sabella

Este Mar
fue el patio
de mi infancia.
Me columpiaba 
en el cordel
del horizonte
y en navidad
le ponía
barba de algas
a mi padre.
Mi cabellera
entonces,
era el viento.
En el patio del Mar,
perdí mi frente de niño.
Comenzaba el naufragio.

La muralla de los suicidas - José González Vera



José Santos González Vera (1897-1970) en Revista Claridad Vol. 3 N°78, 1922.

La costumbre es una cosa tremenda. Hasta para suicidarse las personas buscan un sitio que no sea de mal tono. Es de mal tono lo incorrecto e incorrecto, lo desacostumbrado. Lo natural es que se elija un sitio donde otros se hayan suicidado. Así se prestigian los vencidos por la desesperación y así se consagra el lugar. Antes, cuando el suicidio era un acto de lujo, la gente se suicidaba en cualquier parte: se tiraba a un estanque, se tendía en la vía férrea, se cortaba las venas, se tragaba una dosis de sublimado, se ahorcaba o se baleaba la sien. En esa época para suicidarse era menester cierta independencia económica. Se necesitaba algún tiempo para determinar la forma de suicidio; era indispensable comprarse un traje negro, adquirir una. pistola legítima o conseguir venenos auténticos. Los pobres estaban condenados a vivir. Por falta de recursos no podían balearse, envenenarse, cortarse las venas o ahorcarse. Cuando estaban demasiado aburridos se ponían en los rieles; pero a lo mejor el tren no pasaba o eran sorprendidos. En este último caso además de sufrir una contrariedad, recibían palizas y carcelazos. Esta injusticia, derivada del régimen capitalista, se extinguió cuando algunos suicidas bien inspirados, dieron en la democrática treta de cumplir su objetivo tirándose por la muralla del cerro Santa Lucía que da a la calle del mismo nombre. Ahora el suicidio está al alcance de todas las personas. Los pobres, en lo que a este asunto se refiere, no tienen de qué quejarse.


Los días de trabajo con diez centavos quien quiera puede subir al cerro y llegar a la muralla de los suicidas. El paisaje es delicioso. Los pajarillos cantan desde el alba hasta la noche. Se asciende por un caminito muy bien cuidado. A medio camino hay bancos rodeados de enredaderas. Si se camina con ánimo contemplativo, los espectáculos no faltan. A un lado se extiende la masa del cerro con sus árboles, sus flores, sus fuentes y sus monumentos. Desde el misterio de las hojas, llegan mil y mil murmullos; a veces se oyen risas de mujer o lejanos sonidos de campana. Es muy posible que esta clase de espectáculos no agrade a ciertas personas. En ese caso puede el interesado mirar en sentido contrario. La ciudad avanza con sus miles de edificios hasta el horizonte. Se elevan las torres de las iglesias. Sus cruces, si el paseante es católico, pueden recordarle que Dios aún existe y si no lo es, pueden sugerirle la idea de que simbolizan la mentira. El paseante, sin esfuerzo, verá las infinitas chimeneas que empañan con su humo la limpidez del cielo. Y podrá pensar que el trabajo tal como se realiza, es el pulpo de los hombres. La ciudad le evocará todo su pasado. Verá a sus queridas, a sus amigos, a su familia. Pensará en sus luchas, en sus sueños no realizados, en su historia. Y .habrá llegado a la muralla anhelada. Mirará por última vez a los hombres que se afanan en bajos menesteres y sonreirá con una sonrisa heroica. El hombre que va a morir, puede pensar, si en ello encuentra algún placer, que con su muerte la humanidad sufrirá una pérdida irreparable.

La muralla de los suicidas permanece siempre en un espléndido aislamiento. Su misma fama la hace inaccesible a cuantos no sienten sinceramente el encomiable deseo de suicidarse. Los paseantes para no obsesionarse con la idea de término, prefieren andar por otros caminos, y los guardianes guiados por el noble propósito de cumplir con su deber durante muchos años, imitan a los paseantes. Puede pues, el joven o el anciano cansado de vivir, llegar hasta ese lugar de liberación. Ningún obstáculo se opondrá a su paso, ninguna circunstancia amenguará su determinación. Además de todas las ventajas pálidamente enumeradas, la muralla de los suicidas, puede decirse que está en pleno centro. Apenas el suicida. se lanza a la calle, todo el mundo se da cuenta del hecho y forma el escándalo del caso. En seguida acude el carro de la Prefectura y carga los despojos. Los reportees también son informados al momento. Los diarios al siguiente día dan la noticia con toda suerte de detalles. No se puede negar que la muralla reúne todas las condiciones.

Aún más. Si el suicida es aficionado a la publicidad puede liquidarse en la mañana. Así conseguirá que los diarios de la tarde den cuenta del hecho a dos columnas. Amen.
                                                              
P. S.–Las personas que no posean diez centavos pueden aprovechar el día Domingo. La entrada es gratuita.
González Vera

Revista Claridad n°78, 1922.

Definición del hombre actual - Gonzalo Drago

En Actitud. Revista del grupo "Los Inútiles".

El hombre actual, acosado por las jaurías del odio colectivo que divide al mundo en dos inmensos bandos de ideas irreconciliables, limitado por la intensa y tendenciosa propaganda guerrera de los países en lucha, influenciado por los demagogos y encadenado por los políticos, se debate en medio del caos y de la desesperación, soportando las dolorosas consecuencias de un mundo convulsionado.

Diríase que el hombre actual, conjuntamente con la cultura, ha llegado a una decisiva encrucijada del destino, de la que podrá salir airoso o derrotado, aunque no haya participado directamente en la lucha armada de los pueblos. Y de toda esta convulsión mundial es preciso esperar un mundo mejor, una nueva era en la que el hombre adquiera su más simple y noble expresión como individuo dentro de la colectividad. Es preciso esperar de pie a ese mundo que se iniciará después de los últimos estertores de la catástrofe. Es menester mirar hacia el futuro con la esperanza de que el hombre encontrará su centro sobre las ruinas de un sistema podrido y caduco que fracasó sistemáticamente durante varias centurias. Reyes, emperadores, presidentes y dictadores deberán pensar que no es posible de ningún modo prolongar por más tiempo un sistema que conduce a la destrucción mutua de las naciones. Sería absurdo que el hombre actual continuare viviendo una vida de paria después de la estructuración de un mundo nuevo. Son siglos de sufrimientos, de miserias, de rebeldías sofocadas con sangre las que justifican el advenimiento de un mundo más justo y más humano. Porque si ahora se lucha por ideas políticas, por disputarse los mercados mundiales, en el futuro se luchará por conquistar la libertad individual y el derecho a vivir como ser humano dentro de la colectividad.

Y no se nos diga soñadores o amargados. La evolución del mundo no puede detenerse con meras palabras o con la destrucción que siembran las ametralladoras. Sobre las ruinas y los cadáveres de los combatientes, sobre los despojos de la civilización destruida, se alzarán los nuevos ideales abriéndose paso a través de los prejuicios, hasta alcanzar la meta de la felicidad humana, esa relativa felicidad de dar a cada hombre lo que merece, dentro de un clima de libertad.


Y cuando llegue ese día, aunque seamos polvo de cementerio, nos sentiremos avergonzados de todos los crímenes cometidos por la insaciable ambición de los hombres.

Actitud n°3. Junio de 1943, Rancagua.

Juanito descubre el mundo - Óscar Castro

Fragmento de Comarca del Jazmín

Corchuelo, si, Corchuelo, dice Juanito lentamente, haciendo jugar el picaporte de su pieza. El picaporte es como un pequeño animalito metálico y chirriante. Tirándole la colita amarilla, el picaporte esconde la lengua, y luego, al soltarla suena y asoma, fría, como si gustase un helado invisible. Juanito ha estudiado mucho este juguete oscuro de la puerta. Desearía sacarlo y ver qué tiene por dentro, descubrir el maravilloso resorte que produce aquel sonido. Se le figura que en el interior de esta cajita debe existir un organismo inédito, muy distinto del que tenía su payaso músico, despanzurrado tres días atrás para resolver el problema de su funcionamiento.

La primera sensación que tiene Juanito cada mañana, es el rumor del picaporte. Siempre despierta cuando la lengüeta metálica se esconde para que pueda girar la puerta. Entonces asoma la cabeza de su madre, y él cierra los ojos con rapidez. Los instantes que su madre tarda en recorrer el espacio que media entre la puerta y el lecho, son para él de dulce indecisión. Suenan sobre las tablas los pasos afelpados de sus babuchas caseras, y al fin está cerca de él, sobre él, su presencia caliente y amiga. En torno de su madre hay un aura tibia que le besa el rostro antes de que los labios cariñosos lleguen a tocarlo. Prefiere la suavidad de ese contacto invisible antes que la caricia misma. Por eso no levanta los párpados. Si cediera a la tentación, desaparecería el encanto y ya no conseguiría sentir esa zona que envuelve a su madre. Esto sucede cuando ya sus hermanos se han ido a la escuela, cuando por toda la casa transita el silencio en las patas de Choclo, el gato negro y peludo. Afuera se alarga el patio luminoso, manchado por las hojas del parrón. Más allá queda la cocina, país de humo y de oro. Y, al fondo, el huerto verde y profundo. El huerto llama cada mañana a Juanito. Soplan los tallos su flauta clara y fresca para encantarlo. Alzan las azucenas sus copas espesas de fragancia. Revuelan mariposas amarillas, rojas, huidizas. Toronjil y cedrón, ruda y malva, romero y albahaca. Todo un mosaico de aromas que flotan, flotan, formando colores. Para Juanito, el perfume del romero es azul; el de la menta, celeste; verde amarillo el del cedrón.

“Cor-chue-lo”, sigue diciendo Juanito a cada rumor de picaporte. Viene entonces la madre para advertirle que su taza de leche se enfría. Este llamado lo separa de su juguete, y diciendo por última vez “cor-chue-lo”, se dirige al comedor. Allí hay una taza humeante y un trozo de pan de oscura corteza. La leche es un mar blanco, espeso, tranquilo. El niño echa en él, para romper su monotonía, un pedacito de pan que flota un momento y se apega a los bordes de la taza. Junto a la primera, cae otra corteza tostada. Y ya la taza es un océano donde se libra un combate naval. Dos embarcaciones pelean. Una lleva una bandera de diez colores. La otra, un trapo oscuro. A Juanito le interesa que venza la primera. Por eso, levanta la cuchara y golpea suavemente el líquido. Se levantan ondas blancas y ambas embarcaciones se estremecen y chocan. Primer ataque. Ha sacado ventajas la bandera negra. Pero el capitán de la otra nave es inteligente y ordena una temeraria maniobra. Un segundo golpe de cuchara distancia más a los rivales. Un tercero los hace juntarse de nuevo. Esta vez va en ganancia la bandera multicolor. ¡Viva! El entusiasmo de Juanito no mide la potencia del cuarto golpe y la leche le salpica la cara. El pequeño se irrita. Coge a los dos rivales en su cuchara y los engulle. Que sigan el combate en su interior. Y para que tengan agua de sobra, allá va un gran sorbo de leche.

Juanito sale al patio. Bajo la sombra del parrón, en su silla de paja, dormita, caída la barba blanca sobre el pecho, Baltasar, el abuelo. El niño pasa por frente a él en puntillas y atraviesa el huerto. En vano alarga sus manos el romero para detenerlo. En vano le manda mensajes el viento, impresos en fino papel de mariposas. Algo más intenso lo lleva, retenida la respiración, suavísimo el paso, hacía un punto que él bien conoce. Al final del huerto, apegado a una tapia con grandes grietas, hay un reino encantado que muy pocas veces ha podido explorar, por expresa prohibición del abuelo. Es un cuarto en que el anciano guarda sus tesoros. Hay allí grandes tarros, barricas desvencijadas, útiles de labranza, tiestos llenos de objetos imprevistos. Como en el cuento de Alí Babá, es necesario franquear una puerta que por fortuna está sin llave. “Sésamo, ábrete”. Y las manos de Juanito se hunden, febriles, en el primer tiesto. Tropiezan sus dedos con heterogéneas cosas: hebillas de hierro, clavos de bronce de dorada cabeza, semillas de colores, láminas de metal, argollas y otras mil baratijas cuyo nombre desconoce nuestro explorador. Corcel apresurado, el corazón le late tumultuoso en el pecho. Aquellas cosas deben tener un incalculable valor. Sí en ese momento viniera el gigante, no tendría el niño un mago bondadoso que lo hiciera desaparecer. Debería enfrentarse resueltamente a su destino y no se siente capaz. El gigante es su abuelo. El pequeño lo ha investido de terribles poderes. Con una sola inflexión de su voz, el gigante podría transformarlo en piedra. 0 en lagarto. Mejor en lagarto, porque las piedras no se mueven y son grises, frías. En cambio, los lagartos ¡qué rapidez tienen! ¡Y cuántos colores! Juanito conoce los lagartos. Los ha visto en las estampas de un libro grande que tiene su hermana, y también en el huerto, sobre las tejas. Es decir, no lagartos verdaderos: lagartijas más bien. Pero qué importa. Deben ser iguales. Claro. Después las lagartijas crecen y se vuelven lagartos. También los gatos se convierten en tigres al hacerse más viejos. Por supuesto que debe pasar un tiempo largo: cien años cuando menos. Entonces se van a la selva y rugen. Rugen como un volcán. Y echan llamas por los ojos. Con estas llamas se alumbran el camino de noche. Cuando hay incendio en la montaña, es que los tigres están hambrientos y le han prendido fuego con los ojos.

Pero no es hora de divagaciones. Ahora Juanito tiene la obligación de examinar su tesoro antes que se despierte el gigante. Aquí hay un artefacto raro que clava como un puercoespín. Juanito lo saca con cuidado y lo analiza, temeroso de que tenga vida propia. Es un objeto de metal amarillo con una especie de carretel erizado de púas. Junto a este carretel hay muchas laminillas delgaditas, algunas de las cuales están quebradas como los dientes de una peineta. Convencido de que aquello es inofensivo, Juanito lo da vueltas entre sus manos. ¿Para qué servirá? Se le ocurre que aquí deben moler el trigo en los molinos. Pero no. En el molino que él conoce hay unas piedras enormes, redondas, con un hoyo al centro. Ha visto dos en la puerta grande de afuera. Y en ellas le dijeron que se molía el trigo. Entonces aquello debe servir para otra cosa. Está dispuesto a dejarlo en su sitio, dándose por vencido, cuando sus dedos hacen girar el rodillo. Dos o tres notas agudas surgen de allí y se quedan vibrando en sus oídos. Repite la experiencia y el aparato deja oír otras notas más cálidas. Prosigue su juego, y ya son los compases de una música fina, desvaída, balbuceante. Siguen los dedos interminablemente y las notas se repiten, se alejan, vuelven, se posan como pájaros en el corazón de Juanito. El niño está deslumbrado. Aquello debe valer mucho. Por lo menos un millón de pesos. Pero él tiene que llevárselo, no puede dejarlo allí. Más tarde, el gigante cerrará con llave la puerta y ya no habrá manera de cogerlo. Juanito se entreabre la blusa y desliza el artefacto a ras de piel. Siente su frío contacto y el cuerpo se le engranuja por el lado izquierdo. La emoción lo paraliza por algunos momentos. Aquella empresa es demasiado grande para él. Si lo sorprenden, tendrá que restituir su tesoro, y eso le resulta terrible. El trofeo le pertenece. Lo descubrió él. Los héroes de los cuentos nunca tuvieran escrúpulos de conciencia. Les bastaba dormir al dragón o vencer al gigante para que las piedras preciosas y las princesas les pertenecieran. Y él ha pasado frente al gigante dormido sin despertarlo. Tan estupenda empresa merece un premio: lo lleva consigo. Debe defenderlo con su propia sangre si es preciso. Inicia Juanito el retorno con mil precauciones, aunque tratando de conciliar éstas con su categoría de héroe. Abandona el cuarto y no vuelve la cabeza de inmediato hacía el lugar en que está su enemigo. Mira al suelo: allí encuentra la raíz de un duraznero. Suben sus ojos por el tallo, lentamente, estudiando sus rugosidades. Se detienen en una ramita, en un nudo, en un brote reciente. Cuando sus miradas han alcanzado suficiente altura, las hace resbalar de súbito hacía la silla del abuelo. Allí está Baltasar, en postura idéntica a la de antes. El niño se tranquiliza, echa una ojeada a su blusa, palpa el objeto que lleva debajo y comprueba que el bulto no es demasiado visible. Coge entonces una ramita caída en el suelo y avanza mirándola. Es una ramita seca y recta, suave al tacto. Esta será su vara de virtud. Con un signo de ella, conseguirá mantener el sueño del gigante todo lo que sea necesario. Avanza, avanza. Ya no median sino unos pasos entre él y su abuelo. Entonces alza la ramita y dice como para sí mismo: “Duerme, duerme". El abuelo da una cabezada que le derriba la testa blanca hacia la derecha. Entreabre los ojos cenicientos, sin ver el mundo, bajo la sombra de sus cejas espesas. Juanito se paraliza, la vara de virtud detenida en el aire. Su vida entera en ese instante, es una vibración como de frágil cristal a punto de romperse. Pero el abuelo torna otra vez a su sueño con renovada placidez. Juanito mira la varilla con desconfianza y no vuelve a levantarla. Tiene demasiado poder y su choque podría matar al gigante. Ya está junto a él, frente a él. Oye su respiración acompasada y no puede apartar los ojos de aquella figura durmiente. Lo vigila con todos sus sentidos, seguro de que si dejara de mirarlo, el gigante se alzaría terrible y acusador ante él. En ese momento, el objeto se mueve bajo su blusa y le martiriza la piel del vientre. Es un cilicio cuya tortura trata de evitar hundiendo cuanto puede la barriga. Mas las púas tenaces prosiguen su tarea de vengadoras, y el niño debe hacer esfuerzos para no lanzar un gemido.

Aquella primera experiencia dice a Juanito que todo lo bello se consigue con dolor. Sin embargo, él no podrá aprovechar la lección, pues, aún es demasiado pequeño y la vida no ha tenido tiempo de endurecerlo. La trayectoria desde donde se halla su abuelo hasta su pieza es una tortura para Juanito. El la soporta heroicamente. Salió herido del combate con el dragón. Todavía siente, viva, quemante, la sensación de su dentellada en el cuerpo. Pero aquí está la puerta. Inútilmente el picaporte estira y encoge su lengüecilla. El niño no la ve: algo más grande acapara todo su interés. Junto a la cama entreabre su blusa y aparece el tesoro intacto. Juanito tiene rasguñada la piel del vientre, pero se da por feliz de haber salvado de aquella aventura con tan escasas heridas. Se queda contemplando el misterioso rodillo y luego se asegura de que nadie vendrá a interrumpirlo. Su madre está en la cocina. El abuelo sigue durmiendo. Tiene por lo menos una hora de libertad absoluta. Una hora suya que el pianito maravilloso llenará de melodías encantadas. Lentamente primero, con mayor ligereza después, hace girar el rodillo. Cada plaquita metálica, al ser levantada por la púa respectiva, entrega su sonido clarísimo. Es como si lloviera música en gotas. El pianito canta, canta. Y el niño, embelesado, no se fatiga nunca de dar vueltas al rodillo. Tin, tin, tan, tin... Bailan todas las princesas de los cuentos, con largos vestidos hechos de pétalos y de estrellas. Tin, tin, tan, tin... Juanito recuerda la lluvia. Así cae sobre los árboles, sobre las casas, sobre el agua de las charcas. Tin, tin, tan, tin... El Gato con Botas, y Caperucita, y Pulgarcito y Blanca Nieves danzan al compás del pequeño instrumento. Tin, tin, tan, tin... El dragón se adormece, llora el gigante, el ogro terrible deja de perseguir a los niños, para escuchar la melodía. Tin, tin, tan, tin... Viene Simbad el Marino, viene Alí Babá con sus cuarenta ladrones, acude Aladino a través del bosque haciendo bailar la sombra de los árboles con el azul, reflejo de su lámpara maravillosa.

Tin, tin, tan, tin...

A Juanito le nace, lentamente, un alma musical y esplendorosa. Baila su corazón entre un huracán de mariposas, pedrerías y flores.

Comarca del Jazmín. Óscar Castro, 1945. 


El criminal es el elector - Albert Libertad

Tú eres el criminal, Oh Pueblo, puesto que tú eres el Soberano. Eres, bien es cierto, el criminal inconsciente e ingenuo. Votas y no ves que eres tu propia víctima.

Sin embargo, ¿no has experimentado lo suficiente que los diputados, que prometen defenderte, como todos los gobiernos del mundo presente y pasado, son mentirosos e impotentes?

¡Lo sabes y te quejas! ¡Lo sabes y los eliges! Los gobernantes, sean quienes sean, trabajaron, trabajan y trabajarán por sus intereses, por los de su casta y por los de sus camarillas.

¿Dónde y cómo podría ser de otro modo? Los gobernados son subalternos y explotados; ¿conoces alguno que no lo sea?

Mientras no comprendas que sólo de ti depende producir y vivir a tu antojo, mientras soportes –por temor- y tú mismo fabriques –por creer en la autoridad necesaria- a jefes y directores, sábelo bien, también tus delegados y amos vivirán de tu trabajo y tu necedad. ¡Te quejas de todo! ¿Pero no eres tú el causante de las mil plagas que te devoran?

Te quejas de la policía, del ejército, de la justicia, de los cuarteles, de las prisiones, de las administraciones, de las leyes, de los ministros, del gobierno, de los financieros, de los especuladores, de los funcionarios, de los patrones, de los sacerdotes, de los propietarios, de los salarios, del paro, del parlamento, de los impuestos, de los aduaneros, de los rentistas, del precio de los víveres, de los arriendos y los alquileres, de las largas jornadas en el taller y en la fábrica, de la magra pitanza, de las privaciones sin número y de la masa infinita de iniquidades sociales.

Te quejas, pero quieres que se mantenga el sistema en el que vegetas. A veces te rebelas, pero para volver a empezar. ¡Eres tú quien produce todo, quien siembra y labora, quien forja y teje, quien amasa y transforma, quien construye y fabrica, quien alimenta y fecunda!

¿Por qué no sacias entonces tu hambre? ¿Por qué eres tú el mal vestido, el mal nutrido, el mal alojado? Sí, ¿por qué el sin pan, el sin zapatos, el sin hogar? ¿Por qué no eres tú tu señor? ¿Por qué te inclinas, obedeces, sirves? ¿Por qué eres tú el inferior, el humillado, el ofendido, el servidor, el esclavo?

¿Elaboras todo y no posees nada? Todo es gracias a ti y tú no eres nada.

Me equivoco. Eres el elector, el votante, el que acepta lo que es; aquel que, mediante la papeleta de voto, sanciona todas sus miserias; aquel que, al votar, consagra todas sus servidumbres.

Eres el criado voluntario, el doméstico amable, el lacayo, el arrastrado, el perro que lame el látigo, arrastrándote bajo el puño del amo. Eres el sargento mayor, el carcelero y el soplón. Eres el buen soldado, el portero modelo, el inquilino benévolo. Eres el empleado fiel, el devoto servidor, el campesino sobrio, el obrero resignado a su propia esclavitud. Eres tu propio verdugo. ¿De qué te quejas?

Eres un peligro para todos nosotros, hombres libres, anarquistas. Eres un peligro igual que los tiranos, que los amos a los que te entregas, que eliges, a los que apoyas, a los que alimentas, que proteges con tus bayonetas, que defiendes con la fuerza bruta, que exaltas con tu ignorancia, que legalizas con tus papeletas de voto y que nos impones por tu imbecilidad.

Tú eres el Soberano, al que se adula y engaña. Te encandilan los discursos. Los carteles te atrapan; te encantan las bobadas y las fruslerías: sigue satisfecho mientras esperas que te fusilen en las colonias y que te masacren en las fronteras a la sombra de tu bandera.

Si lenguas interesadas se relamen ante tu real excremento, ¡Oh Soberano!; si candidatos hambrientos de mandatos y ahítos de simplezas, te cepillan el espinazo y la grupa de tu autocracia de papel; si te embriagas con el incienso y las promesas que vierten sobre ti los que siempre te han traicionado, te engañan y te venderán mañana; es que tú mismo te pareces a ellos. Es que no vales más que la horda de tus famélicos aduladores. Es que, no habiendo podido elevarte a la consciencia de tu individualidad y de tu independencia, eres incapaz de liberarte por ti mismo. No quieres, luego no puedes ser libre.

¡Vamos, vota! Ten confianza en tus mandatarios, cree en tus elegidos.
Pero deja de quejarte. Los yugos que soportas, eres tú quien te los impones. Los crímenes por los que sufres, eres tú quien los cometes. Tú eres el amo, tú el criminal e, ironía, eres tú también el esclavo y la víctima.

Nosotros, cansados de la opresión de los amos que nos das, cansados de soportar su arrogancia, cansados de soportar tu pasividad, venimos a llamarte a la reflexión, a la acción.

Venga, un buen movimiento: quítate el estrecho traje de la legislación, lava rudamente tu cuerpo para que mueran los parásitos y la miseria que te devoran. Sólo entonces podrás vivir plenamente.


¡EL CRIMINAL ES EL ELECTOR!



Como aprendí a andar a caballo - Leon Tolstoi

De pequeño me pasaba estudiando los días enteros; sólo los domingos y los días de fiesta salía de paseo y jugaba con mis hermanos.
-Los mayores deben aprender a montar a caballo. Hay que mandarlos al picadero -dijo mi padre un día.
-¿Puedo aprender yo también? -pregunté. Yo era uno de los pequeños.
-Te caerías -replicó mi padre.
Rogué, con lágrimas en los ojos, que me enseñaran a montar a caballo.
-Bueno, bueno, que te enseñen a ti también; pero te guardarás mucho de llorar cuando te caigas. Ya sabes que el que no se cae nunca aprende a montar -dijo mi padre.
El miércoles nos llevaron a los tres hermanos al picadero. Entramos en un gran vestíbulo; y, desde allí, pasamos a un cobertizo. En éste, había una habitación enorme, cuyo suelo estaba cubierto de arena. Allí varios caballeros, damas y niños, montaban a caballo. Había poca luz, olía a caballos y se oían latigazos, gritos y el golpear de los cascos de los caballos contra las paredes de madera. Al principio, estaba asustado, y no pude observar nada. Nuestro ayo llamó al palafrenero.
-Traiga unos caballos para estos niños. Van a aprender a montar -dijo.
-Bueno -replicó el palafrenero; pero, después de mirarme, añadió-: Este niño es demasiado pequeño para montar.
-Nos ha prometido que no llorará si se cae.
El palafrenero se echó a reír.
Trajeron tres caballos ensillados Nos quitamos los abrigos y bajamos al picadero. El palafrenero sujetaba el caballo por la brida, mientras mis hermanos daban vueltas en torno a él. Primero cabalgaron al paso, luego al trote. Finalmente acercaron el tercer caballo. Era un alazán muy pequeño, con la cola cortada.
Lo llamaban Chervonchik.
-Bueno, caballerito; siéntese -me dijo el palafrenero, sonriendo.
Estaba contento y asustado al mismo tiempo; pero traté de que nadie se diera cuenta de ello. Durante un buen rato intenté meter los pies en los estribos, pero no pude lograrlo, porque era demasiado pequeño. Entonces, el palafrenero me cogió en brazos para sentarme sobre el caballo.
-El señorito no debe pesar más de un par de libras.
Al principio me sujetó de la mano; pero como yo había visto que no había sujetado a mis hermanos, le rogué que me soltara.
-¿No, le da miedo?-me preguntó.
Aunque estaba muy asustado, le dije que no. Lo que me asustaba, sobre todo, era ver a Chervonchik agachar las orejas, porque me figuraba que estaba enfadado conmigo.
-Cuidado, no se vaya a caer -dijo el palafrenero y me soltó.
A lo primero, Chervonchik siguió al paso y pude mantenerme derecho. Pero la silla era resbaladiza y tuve miedo de caerme.
-¿Se sujeta bien? -me preguntó el palafrenero.
-Sí; muy bien.
-Pues entonces vaya al trote -exclamó; y chascó la lengua.
Chervonchik corrió al trote ligero, con lo que me hizo saltar. Pero seguí callado, procurando no ladearme.
-Muy bien -me elogió el palafrenero.
Estaba contentísimo. En aquel momento empezó a hablar con otro palafrenero; y dejó de estar pendiente de mí. De pronto, observé que me había inclinado ligeramente hacia un lado. Quise colocarme bien, pero no pude. Pensé llamar al palafrenero para que detuviese al caballo; pero me dio vergüenza. Chervonchik seguía corriendo al trote y yo iba inclinándome cada vez más. Miré al palafrenero con la esperanza de que me prestara ayuda; mas seguía hablando con su compañero. Sin mirarme siquiera, le dijo.
-¡Es bien valiente ese muchacho!
De pronto me incliné tanto que me asusté. Creí que estaba perdido; pero me daba vergüenza gritar. Chevronchik dio una sacudida que me hizo resbalar y caer al suelo. Cuando el palafrenero volvió la cabeza, al no verme sobre el caballo, exclamó.
-¡Vaya! ¡El caballerito se ha caído!
Le aseguré que no me había hecho daño.
-Los niños tienen el cuerpo blando -cómentó, echándose a reír.
De buena gana me hubiera echado a llorar. Pero pedí que me subieran otra vez al caballo; y así lo hicieron. Ya no volví a caerme.
Desde entonces, fuimos al picadero dos veces por semana. Pronto aprendí a montar bien; y ya no temía a nada.

Los tejedores de redes - A. Sabella





Este es el rudo mar del norte, el que acaricia
la soledad de sus desiertos.
Los tejedores de redes están junto a él, las
piernas como rieles perdidos en la arena.
Sus manos llevan un ruido seco, de madera presurosa.
Las redes tiemblan lo mismo que una marea siniestra,
detenida, ahí, para el ojo del cielo.
Dialogan los hombres y sus redes.
El golpe de las agujas impide oír lo que se dicen:
¡quién pudiera escuchar!
¡Ellas se saben, de memoria, el mar!

Traten de despertar

Traten de despertar
y acompáñennos
campanas que han olvidado su sed de espacio,
arco iris en dónde quería vivir una niña,
tardes que pasábamos en el tejado de zinc
leyendo a Salgari y a Julio Verne,
tardes como las sandías que poníamos a enfriar en el río,
como los pies desnudos de los niños que caminaban por los rieles del desvío del aserradero,
como el beso de la muchacha en la penumbra de la bodega triguera.
Acompáñennos,
rechinar de las mariposas de hierro,
veletas quejumbrosas,
cielo de la hora de la novena
tan cercano que pronunciar un nombre podría romperlo,
cielo en donde se hundían las palomas cansadas de la iglesia.

Acompáñennos
a nosotros que hemos visto el sol
transformarse en un girasol negro.
A nosotros que hemos sido convertidos
en hermanos de las máscaras muertas
y de las lámparas que nada iluminan
y sólo congregan sombras.
A nosotros
los desterrados en un lugar en donde nadie conoce el nombre de los árboles,
donde vemos todo próximo amor
como una próxima derrota,
toda mañana como una carta que nunca abriremos.

Acompáñennos,
porque aunque los días de la ciudad
sean espejos que sólo pueden reflejar
nuestros rostros destruidos,
porque aunque confiamos nuestras palabras
a quienes decían amarnos
sin saber que sólo los niños y los gatos
podrían comprendernos,
sin saber que sólo los pájaros y los girasoles
no nos traicionarían nunca,
aún escuchamos el llamado de los rieles
que zumban en el medio día del verano en que abandonamos la aldea,
y en sueños nos reunimos para caminar
hacia el País de Nunca Jamás
por senderos retorcidos iluminados
sólo por las candelillas y los ojos encandilados de las liebres.

Jorge Tellier - Poemas del país de nunca jamás. (1963)

El perro y el lobo

Un lobo flaco y hambriento, se encontró casualmente con un perro gordo y bien cuidado. Después de saludarse mutuamente preguntó el lobo al perro, cómo era que estaba tan gordo y lúcido, cuando él que era más fuerte y valiente se moría de hambre:

— Es, respondió el perro, que sirvo a un amo que me cuida mucho. Me trae pan sin pedirlo, mi señor desde su mesa me alarga los huesos, y la familia me arroja sus mendrugos, y así sin fatiga lleno la panza.

— Seguramente que eres muy feliz, le dijo el lobo, pues no recuerdo haber visto nunca un animal tan dichoso.

El perro viendo que el lobo apetecía su suerte, le respondió:

— Si quieres puedes lograr la misma fortuna sirviendo a mi amo como yo le sirvo.

— ¿En qué? –replicó el lobo.

— En ser guarda de la puerta –dijo el perro-, y defender la casa de los ladrones por la noche.

— Me convengo a ello, respondió el lobo, pues ahora ando expuesto a las nieves y lluvias, pasando una vida trabajosa en las selvas. ¿Cuánta más cuenta me tiene vivir a sombra de tejado, y hartarme de comida sin tener que hacer?

— Pues vente conmigo, dijo entonces el perro.

Pero mientras caminaban, reparó el lobo que el cuello del perro estaba pelado del roce de la cadena, y le dijo:

— ¿De qué es esto, amigo?, dime la verdad.

— No es nada, respondió el perro, como saben que soy travieso, me atan por el día para que descanse y vele cuando llegue la noche; pero me sueltan al anochecer, y ando entonces por donde se me antoja.

— Bien –dijo el lobo-, ¿pero si quieres salir de casa, te dan licencia?

— Eso no, respondió el perro.

— Pues si no eres libre, replicó el lobo, disfruta tú esos bienes, que tanto alabas, que yo no los quiero si he de sacrificar para ello mi libertad.

Esopo

Collage - Teófilo Cid

Los pájaros bordean el ocaso
con su sombra abrigan el paisaje.
Pájaros de leche,
pájaros de rientes mordeduras
que salen de la aurora como besos aplastados por la noche.

Ellos saben que la sombra
los protege, los defiende, los encierra
en huevo de esmeralda.
Incansables aletean
sobre el césped de virtud de las sonrisas
como júbilos filiales del hastío.

Pájaros de enigma en la piel
pájaros de labios como ojos
que desnudan a la sombra de su tedio.

Los seres son más lentos que el cabello
se espacian se aíslan en sus rocas
y hay dedos que el amor aún no ha tejido,
cuerpos que agravan al amar su libertad.

Mundo natal mundo de donde vienen
rincones infinitos a formar su horizonte,
vestidos como naipes en un sueño
de amor y libertad.

Todos los pájaros son sombras que vuelan
latidos de un mismo pulso
arrugas de una misma ondulación
Todos los pájaros son siempre las doce.

Sus alas espejos destilan
y donde hay una imagen los cuerpos ya no
duermen
los pájaros--espejos sorben la sed de los cuerpos
la sed que es un cielo avisado al desierto

Pero los hombres
tienen sed de pensar en las sombras
que vuelan.

Asco dadaista



Toda forma de asco suceptible de convertirse en negacion de la familia es Dada; la protesta a puñetazos de todo el ser entregado a una accion destructiva es Dada; el conocimiento de todos los medios hasta hoy rechazados por el pudor sexual, por el compromiso demasiado comodo y por la cortesia es Dada; la abolicion de la logica, la danza de los impotentes de la creacion es Dada; la abolicion de la logica, la danza de los impotentes de la creacion es Dada; la abolicion de toda jerarquia y de toda ecuacion social de valores establecida entre los siervos que se hallan entre nosotros los siervos es Dada; todo objeto, todos los objetos, los sentimientos y las oscuridades, las apariciones y el choque preciso de las lineas paralelas son medios de lucha Dada; abolicion de la memoria: Dada; abolicion del futuro: Dada; confianza indiscutible en todo dios producto inmediato de la espontaneidad: Dada; salto elegante y sin prejuicios de una armonia a otra esfera; trayectoria de una palabra lanzada como un disco, grito sonoro; respeto 
de todas las individualidades en la momentanea locura de cada uno de sus sentimientos, serios o temerosos, timidos o ardientes, vigorosos, decididos, entusiastas; despojar la propia iglesia de todo accesorio inutil y pesado; escupir como una cascada luminosa el pensamiento descortes o amoroso, o bien, complaciendose en ello, mimarlo con la misma identidad, lo que es lo mismo, en un matorral puro de insectos para una noble sangre, dorado por los cuerpos de los arcangeles y por su alma. Libertad: DADA, DADA, DADA, aullido de colores encrespados, encuentro de todos los contrarios y de todas las contradicciones, de todo motivo grotesco, de toda incoherencia: LA VIDA. 

El ladrón - Armando Triviño

De prisa, limpiándose con un albo pañuelo el rostro rojo y amoratado, avanzaba llevando su luminoso vientre a la delantera de sus pies. Llegó a la puerta del retén y con la voz entrecortada por el cansancio llamó... sargento... ¿Tiene ensillado? monte y vamos... vamos; ya encontrará un bandido, un pícaro, un ladrón que me roba el cáñamo. Lleve una buena penca. Ya me la pagará este bandido, ladrón, sinvergüenza.
A paso rápido entre resoplidos y juramentos vengadores estuvimos ambos en la puerta del establecimiento. 
Las trasmisiones volaban palmoteando las poleas invisibles, el motor en un extremo retemblaba esparciendo fuerza y manando por la chimenea un penacho escuálido de humo gris. Una picadora desmenuzaba con su acelerada dentadura los verdes tallos de alfalfa que en su insaciable boca se le introducía.
No lejos las tascadoras trituraban las matas de cáñamo con su sonoro cascabeleo despojando a las blancas fibras de sus cortezas. Allí los músculos potentes de los peones las sacudían y las envolvían retorciéndolas como el rizo de una hermosa y abundante caballera.
Al fondo del extenso patio se aperchaban los sedosos rollos del cáñamo, listos para ser hilados; no lejos se alzaba un gran montón de tosco, donde una cantidad de niños harapientos llevaban sacos para encender lumbre en sus desmantelados y fríos ranchos.
Dos de ellos estaban acompañados de su padre. Un hombre enjuto y de elevada estatura que calzaba unas sonoras ojotas y llevaba al hombro un poncho deshilachado. El hombre salía ya con sus hijos llevándose sendos sacos del residuo de la tascadura del cáñamo, cuando desde la puerta el sargento, un viejo de mirada inquisidora y brutal, le salió al encuentro ordenándolo a dar vuelta el saco.
El interpelado obedeció tercamente, los chicos temblaban.
Con mirada desafiante ambos miraron el montón de simétricas partículas de tasco, donde también iban unos cadejos de hebras de cañamo.
Bandudo -rugió el amo con los ojos que pugnaban salir de las orbitas.
¿Quién te ha dado esto?
Sin esperar respuesta le descargó una brutal bofetada en el rostro.
Amárrelo sargento... Lo pasa por ladrón al juzgado del pueblo, que lo mando yo.
El sargento obedeció amarrándolo fuertemente.
Mientras se le maniataba habló el reo con la voz desolada por la angustia.
¡Lo que son las cosas de este mundo! Quien pensaría; yo labré y compuse la tierra, sembré la semilla, lo he regado, lo arranqué y lo puse a podrir, y hoy me ocupaba en tascarlo y no soy dueño de unas hilachas que los niños han puesto en el saco. No soy dueño de una hebra de lo que he producido con mi trabajo de un año que pasamos a ración de hambre yo, mi mujer y mis hijos. Hoy se me acusa de ladrón y se me ajusticia por lo que he producido, por lo más mio que tengo.
Así le dices al juez mañana... fue la respuesta a aquellas angustiosas y razonadas frases que contestó el patrón mientras sonreía sobándose el panzudo vientre.
Maniatado de pies y manos fue montado en el anca de un jamelgo que partió en busca del pueblo.
El patrón gozoso, lleno de victoriosa satisfacción al ver saciada la sed de sus avarientas venganzas, sonreía, y lo siguió con la vista hasta que se perdió en un recodo del curvo y terroso camino.
Armando Triviño, Periódico La Batalla, noviembre 1914.