Como aprendí a andar a caballo - Leon Tolstoi

De pequeño me pasaba estudiando los días enteros; sólo los domingos y los días de fiesta salía de paseo y jugaba con mis hermanos.
-Los mayores deben aprender a montar a caballo. Hay que mandarlos al picadero -dijo mi padre un día.
-¿Puedo aprender yo también? -pregunté. Yo era uno de los pequeños.
-Te caerías -replicó mi padre.
Rogué, con lágrimas en los ojos, que me enseñaran a montar a caballo.
-Bueno, bueno, que te enseñen a ti también; pero te guardarás mucho de llorar cuando te caigas. Ya sabes que el que no se cae nunca aprende a montar -dijo mi padre.
El miércoles nos llevaron a los tres hermanos al picadero. Entramos en un gran vestíbulo; y, desde allí, pasamos a un cobertizo. En éste, había una habitación enorme, cuyo suelo estaba cubierto de arena. Allí varios caballeros, damas y niños, montaban a caballo. Había poca luz, olía a caballos y se oían latigazos, gritos y el golpear de los cascos de los caballos contra las paredes de madera. Al principio, estaba asustado, y no pude observar nada. Nuestro ayo llamó al palafrenero.
-Traiga unos caballos para estos niños. Van a aprender a montar -dijo.
-Bueno -replicó el palafrenero; pero, después de mirarme, añadió-: Este niño es demasiado pequeño para montar.
-Nos ha prometido que no llorará si se cae.
El palafrenero se echó a reír.
Trajeron tres caballos ensillados Nos quitamos los abrigos y bajamos al picadero. El palafrenero sujetaba el caballo por la brida, mientras mis hermanos daban vueltas en torno a él. Primero cabalgaron al paso, luego al trote. Finalmente acercaron el tercer caballo. Era un alazán muy pequeño, con la cola cortada.
Lo llamaban Chervonchik.
-Bueno, caballerito; siéntese -me dijo el palafrenero, sonriendo.
Estaba contento y asustado al mismo tiempo; pero traté de que nadie se diera cuenta de ello. Durante un buen rato intenté meter los pies en los estribos, pero no pude lograrlo, porque era demasiado pequeño. Entonces, el palafrenero me cogió en brazos para sentarme sobre el caballo.
-El señorito no debe pesar más de un par de libras.
Al principio me sujetó de la mano; pero como yo había visto que no había sujetado a mis hermanos, le rogué que me soltara.
-¿No, le da miedo?-me preguntó.
Aunque estaba muy asustado, le dije que no. Lo que me asustaba, sobre todo, era ver a Chervonchik agachar las orejas, porque me figuraba que estaba enfadado conmigo.
-Cuidado, no se vaya a caer -dijo el palafrenero y me soltó.
A lo primero, Chervonchik siguió al paso y pude mantenerme derecho. Pero la silla era resbaladiza y tuve miedo de caerme.
-¿Se sujeta bien? -me preguntó el palafrenero.
-Sí; muy bien.
-Pues entonces vaya al trote -exclamó; y chascó la lengua.
Chervonchik corrió al trote ligero, con lo que me hizo saltar. Pero seguí callado, procurando no ladearme.
-Muy bien -me elogió el palafrenero.
Estaba contentísimo. En aquel momento empezó a hablar con otro palafrenero; y dejó de estar pendiente de mí. De pronto, observé que me había inclinado ligeramente hacia un lado. Quise colocarme bien, pero no pude. Pensé llamar al palafrenero para que detuviese al caballo; pero me dio vergüenza. Chervonchik seguía corriendo al trote y yo iba inclinándome cada vez más. Miré al palafrenero con la esperanza de que me prestara ayuda; mas seguía hablando con su compañero. Sin mirarme siquiera, le dijo.
-¡Es bien valiente ese muchacho!
De pronto me incliné tanto que me asusté. Creí que estaba perdido; pero me daba vergüenza gritar. Chevronchik dio una sacudida que me hizo resbalar y caer al suelo. Cuando el palafrenero volvió la cabeza, al no verme sobre el caballo, exclamó.
-¡Vaya! ¡El caballerito se ha caído!
Le aseguré que no me había hecho daño.
-Los niños tienen el cuerpo blando -cómentó, echándose a reír.
De buena gana me hubiera echado a llorar. Pero pedí que me subieran otra vez al caballo; y así lo hicieron. Ya no volví a caerme.
Desde entonces, fuimos al picadero dos veces por semana. Pronto aprendí a montar bien; y ya no temía a nada.