|
Di Giovanni en la corte. |
"Vivir en monotonía las
horas mohosas de lo adocenado, de los resignados, de los acomodados, de las
conveniencias, no es vivir la vida. Es solamente vegetar y transportar en forma
ambulante una masa informe de carne y de huesos. A la vida es necesario
brindarle la elevación exquisita de la rebelión del brazo y la mente".
Quien así pensaba era Severino Di Giovanni (1901-1931), el anarquista italiano
que llegó a la Argentina huyendo del hambre y la miseria que asolaban su tierra
natal, por entonces convulsionada por la violencia ejercida por las Squadre
d'Azione, la canalla fascista que pasó a la historia con el nombre de
"camisas negras".
Nacido en Chieti, en la región de
los Abruzzos, estudió para maestro y, aún sin graduarse, comenzó a enseñar en
una escuela de su pueblo. Simultáneamente y de manera autodidacta, aprendía el
oficio de tipógrafo y leía a los teóricos del pensamiento anarquista: Bakunin,
Proudhon, Kropotkin, Malatesta y Reclus. Cuando contaba con veinte años se
entregó por entero a la militancia anarquista, actividad que lo llevó a tener
que padecer la censura y las persecuciones por parte del incipiente régimen
capitaneado por los Fasci Italiani di Combattimento. Esto lo impulsó a dejar
Italia y viajar a la Argentina.
Llegó a Buenos Aires en 1923 y se
radicó en Morón, a unos pocos kilómetros de la capital. Su primer trabajo
consistió en vender las flores que cultivaba en su casa. Luego consiguió empleo
como tipógrafo y se conectó con grupos anarquistas que, por entonces,
movilizaban a miles de obreros, editaban periódicos, tenían foros de debate y
luchaban por los derechos laborales. Dos años después Di Giovanni lanzó su
propio periódico, "Culmine", que propiciaba el anarquismo individual
y la lucha "cara a cara" con el enemigo fascista. Su lema era:
"De la propaganda a los hechos", algo que Di Giovanni puso en
práctica rápidamente. Ese mismo año fue detenido por primera vez tras
participar en un acto de repudio a un evento realizado en el Teatro Colón con
la presencia del presidente argentino y el embajador italiano. El 16 de mayo de
1926, estalló una bomba frente a la embajada de los Estados Unidos en Buenos
Aires. Fue el primer atentado de varios que realizó contra objetivos norteamericanos.
También participó en varios robos, entre ellos uno a un camión de transporte de
caudales, lo que le permitió abrir su propia imprenta. En agosto de 1927
participó de la multitudinaria movilización de alrededor de cien mil personas
que pedían la liberación de los anarquistas italianos Ferdinando Sacco
(1891-1927) y Bartolomeo Vanzetti (1888-1927), ambos a punto ser ejecutados en
Massachusetts, Estados Unidos. Luego, el 23 de mayo de 1928, intervino en el
atentado que destruyó el nuevo edificio del consulado italiano en Buenos Aires,
al tiempo que siguió cometiendo numerosos asaltos. Considerado el "hombre
más maligno que pisó tierra argentina", Di Giovanni creía en el derecho a
matar al opresor aunque cayeran inocentes, y tenía un fundamento ideológico
para sus actos: usar la violencia contra la violencia. Su foto ocupó la primera
plana de todos los diarios y terminó la década del '20 siendo el hombre más
buscado en el país.
|
Cliché de "Culmine", Pubblicazione Anarchica. |
Di Giovanni inició 1930 editando
una nueva revista, "Anarchia", en la que todos los sectores
anarquistas podían exponer sus ideas, mientras continuaba con sus correrías que
incluían la "expropiación" y la liberación de presos. Pero, a partir
del golpe militar del 6 de setiembre, reinició los atentados con bombas. Los
tres artefactos dinamiteros que estallaron en enero de 1931 precipitaron su
captura. La policía intensificó su búsqueda y, finalmente, el jueves 29 de
enero de 1931 fue detenido al salir de una imprenta en pleno centro de la
ciudad de Buenos Aires. La populosa esquina de las avenidas Corrientes y Callao
fue el escenario de la persecución policial en la que Di Giovanni se enfrentó a
los tiros con los efectivos que lo perseguían y que lo terminaron capturando en
un garage de la zona, luego de un frustrado intento de fuga por los techos de
las casas bajas que, por entonces, había en el centro porteño. Tras su
detención, sobre el escritorio de Di Giovanni fue encontrado un papel que
decía: "¿Claudicar? Ni siquiera cuando -al final del camino- sin ninguna
salida de salvación, me encuentre delante de la muralla de la muerte".
El dictador militar que había
usurpado el poder unos meses antes ordenó un juicio rápido. Su defensor fue un
teniente primero que, en su alegato, planteó la incompetencia del tribunal
militar para juzgar al detenido y apeló contra la pena de muerte, algo que le
valdría ser castigado por sus superiores y, según algunas versiones, morir
envenenado tiempo después en una cena de camaradería; otras, en cambio, hablan
de un largo exilio. La sentencia se dictaminó rápidamente y se estableció el 1
de febrero como fecha para su ejecución. Pocas horas antes de ser fusilado
pidió un café dulce desde su celda. Lo rechazó al probarlo: "Pedí con
mucha azúcar... No importa, será la próxima vez". Una muchedumbre se
agolpó en las puertas de la prisión para escuchar las descargas. Otros tantos
reclamaban su derecho a presenciar la ejecución. Algunos periodistas y
encumbrados ciudadanos lo lograron. Como si fuera una función teatral, todos
querían ver morir a Di Giovanni.
Testigo de ese asesinato fue
también el novelista, cuentista y dramaturgo argentino Roberto Arlt
(1900-1942), como periodista del diario "Buenos Aires Herald". Su
presencia no era igual a la de cientos de personas que acudieron allí para ver
morir al demonio, al asesino extranjero de la época. Los zapatos lustrados y el
traje de gala de muchos de los asistentes convertían el asesinato de un hombre
en un espectáculo frívolo, uno más de la noche porteña. La crónica de Arlt no
puso ningún comentario propio sino la descripción de ese teatro irracional de
la fuerza bruta contra las ideas: "la descarga terminó con el más hermoso
de los que estaban presentes". Ese mismo día, en estricto secreto, el
cuerpo fue trasladado al cementerio de la Chacarita. Sin embargo, al día siguiente
la tumba de Di Giovanni amaneció cubierta de flores rojas. El texto de Arlt
apareció en su famosa sección "Aguafuertes Porteñas" del diario
"El Mundo" el 7 de febrero de 1931 bajo el título "Crónica de
una ejecución". Quedan disponibles a continuación:
***
He visto morir
Las 5 menos 3 minutos. Rostros
afanasos tras de las rejas. Cinco menos 2. Rechina el cerrojo y la puerta de
hierro se abre. Hombres que se precipitan como si corrieran a tomar el tranvía.
Sombras que dan grandes saltos por los corredores iluminados. Ruidos de culatas.
Más sombras que galopan. Todos vamos en busca de Severino Di Giovanni para
verlo morir.
La letanía
Espacio de cielo azul. Adoquinado
rústico. Prado verde. Una como silla de comedor en medio del prado. Tropa.
Máuseres. Lámparas cuya luz castiga la obscuridad. Un rectángulo. Parece un
ring. El ring de la muerte. Un oficial.
"...de acuerdo a las
disposiciones... por violación del bando... ley número...".
El oficial bajo la pantalla
enlozada. Frente a él, una cabeza. Un rostro que parece embadurnado en aceite
rojo. Unos ojos terribles y fijos, barnizados de fiebre. Negro círculo de
cabezas. Es Severino Di Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huida hacia las
sienes como la de las panteras. Labios finos y extraordinariamente rojos.
Frente roja. Mejillas rojas. Ojos renegridos por el efecto de luz. Grueso
cuello desnudo. Pecho ribeteado por las solapas azules de la blusa. Los labios
parecen llagas pulimentadas. Se entreabren lentamente y la lengua, más roja que
un pimiento, lame los labios, los humedece. Ese cuerpo arde en temperatura.
Paladea la muerte.
"...artículo número... ley
de estado de sitio... superior tribunal... visto... pásese al superior
tribunal... de guerra, tropa y suboficiales...".
Di Giovanni mira el rostro del
oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza tremenda de su mirada y de la
voluntad que lo mantiene sereno.
"...estamos probando...
apercíbase al teniente... Rizzo Patrón, vocales... tenientes coroneles...
bando... dése copia... fija número...".
Di giovanni se humedece los
labios con la lengua. Escucha con atención, parece que analizara las cláusulas
de un contrato cuyas estipulaciones son importantísimas. Mueve la cabeza con
asentimiento, frente a la propiedad de los términos con que está redactada la
sentencia.
"...dése vista al ministro
de Guerra... sea fusilado... firmado, secretario...".
Habla el Reo
- Quisiera pedirle perdón al
teniente defensor...
Una voz:
- No puede hablar. Llévenlo.
El condenado camina como un pato.
Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que amarran las
manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. Algunos espectadores se ríen.
¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quien sabe!
El reo se sienta reposadamente en
el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y
parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que
cuida el fuego mientras se calienta agua para tomar el mate.
Permanece así cuatro segundos. Un
suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando los proyectiles lo maten
no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha a izquierda y se
deja amarrar.
Ha formado el blanco pelotón de
fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita:
- Venda no.
Mira tiesamente a los ejecutores.
Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso,
orgulloso. Surge una dificultad. El temor al rebote de las balas hace que se
ordena a la tropa, perpendicular al pelotón fusilero, retirarse unos pasos.
Di Giovanni permanece recto,
apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de muralla
gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas?
- Pelotón, firme. Apunten.
La voz del reo estalla metálica,
vibrante:
- ¡Viva la anarquía!
- ¡Fuego!
Resplandor subitáneo. Un cuerpo
recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la
soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando
las rodillas. Fogonazo del tiro de gracia.
Muerto
Las balas han escrito la última
palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos
entreabiertos. Un herrero a los pies del cadáver. Quita los remaches del
grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el
condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y zapatos de baile, se
retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice
una mala palabra.
***
|
Roberto Arlt |