De prisa, limpiándose con un albo pañuelo el rostro rojo y amoratado, avanzaba llevando su luminoso vientre a la delantera de sus pies. Llegó a la puerta del retén y con la voz entrecortada por el cansancio llamó... sargento... ¿Tiene ensillado? monte y vamos... vamos; ya encontrará un bandido, un pícaro, un ladrón que me roba el cáñamo. Lleve una buena penca. Ya me la pagará este bandido, ladrón, sinvergüenza.
A paso rápido entre resoplidos y juramentos vengadores estuvimos ambos en la puerta del establecimiento.
Las trasmisiones volaban palmoteando las poleas invisibles, el motor en un extremo retemblaba esparciendo fuerza y manando por la chimenea un penacho escuálido de humo gris. Una picadora desmenuzaba con su acelerada dentadura los verdes tallos de alfalfa que en su insaciable boca se le introducía.
No lejos las tascadoras trituraban las matas de cáñamo con su sonoro cascabeleo despojando a las blancas fibras de sus cortezas. Allí los músculos potentes de los peones las sacudían y las envolvían retorciéndolas como el rizo de una hermosa y abundante caballera.
Al fondo del extenso patio se aperchaban los sedosos rollos del cáñamo, listos para ser hilados; no lejos se alzaba un gran montón de tosco, donde una cantidad de niños harapientos llevaban sacos para encender lumbre en sus desmantelados y fríos ranchos.
Dos de ellos estaban acompañados de su padre. Un hombre enjuto y de elevada estatura que calzaba unas sonoras ojotas y llevaba al hombro un poncho deshilachado. El hombre salía ya con sus hijos llevándose sendos sacos del residuo de la tascadura del cáñamo, cuando desde la puerta el sargento, un viejo de mirada inquisidora y brutal, le salió al encuentro ordenándolo a dar vuelta el saco.
El interpelado obedeció tercamente, los chicos temblaban.
Con mirada desafiante ambos miraron el montón de simétricas partículas de tasco, donde también iban unos cadejos de hebras de cañamo.
¿Quién te ha dado esto?
Sin esperar respuesta le descargó una brutal bofetada en el rostro.
Amárrelo sargento... Lo pasa por ladrón al juzgado del pueblo, que lo mando yo.
El sargento obedeció amarrándolo fuertemente.
Mientras se le maniataba habló el reo con la voz desolada por la angustia.
¡Lo que son las cosas de este mundo! Quien pensaría; yo labré y compuse la tierra, sembré la semilla, lo he regado, lo arranqué y lo puse a podrir, y hoy me ocupaba en tascarlo y no soy dueño de unas hilachas que los niños han puesto en el saco. No soy dueño de una hebra de lo que he producido con mi trabajo de un año que pasamos a ración de hambre yo, mi mujer y mis hijos. Hoy se me acusa de ladrón y se me ajusticia por lo que he producido, por lo más mio que tengo.
Así le dices al juez mañana... fue la respuesta a aquellas angustiosas y razonadas frases que contestó el patrón mientras sonreía sobándose el panzudo vientre.
Maniatado de pies y manos fue montado en el anca de un jamelgo que partió en busca del pueblo.
El patrón gozoso, lleno de victoriosa satisfacción al ver saciada la sed de sus avarientas venganzas, sonreía, y lo siguió con la vista hasta que se perdió en un recodo del curvo y terroso camino.
Armando Triviño, Periódico La Batalla, noviembre 1914.
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