A veces, por la noche, cuando la
madre llora en el cuarto y sólo pasos desconocidos resuenan en las escaleras,
Ake tiene un juego que juega en vez de llorar. Finge ser invisible y poder
transportarse adonde quiere, nada más que pensándolo. Aquella noche no había
más que un sitio adonde pudiera anhelar dirigirse y en donde Ake está a menudo.
Ignora cómo ha llegado allí, sabe solamente que está en una sala. No sabe cómo
es, porque no tiene ojos para ella, pero está llena de humo de tabaco, los
hombres estallan en risas espantosas sin motivo, las mujeres, que no logran
hablar claramente, se inclinan sobre una mesa y ríen de una manera espantosa,
ellas también. Esto traspasa a Ake como cuchilladas, pero después de todo se
siente feliz de estar allí. En la mesa, alrededor de la cual todos están
sentados, hay varias botellas, y cuando un vaso está vacío, una mano desenrosca
un tapón y llena de nuevo el vaso.
Ake, que es invisible, se
tiende sobre el piso y gatea bajo la mesa sin que ninguno de los convidados lo
note. Tiene en la mano una barrena invisible y, sin dudar un instante, la
planta en la mesa y se pone a perforarla. Pronto ha atravesado la madera, pero
sigue. Siente que su barrena muerde el vidrio y, de pronto, cuando ha perforado
el fondo de una botella, el aguardiente corre en un delgado hilo regular por el
hueco hecho en la mesa. Reconoce los zapatos de su padre y no osa pensar en lo
que pasaría si de pronto él se volviera otra vez visible. Pero en ese momento,
con un estremecimiento de alegría, oye a su padre que dice:
-¡Vaya! ¡Ya no hay más nada
que beber! -y otra voz que asiente-: Cierto, en ese caso… -y luego todo el
mundo se levanta en la sala.
Ake sigue a su padre por las
escaleras y, cuando llegan a la calle, lo guía, aunque su padre no se da cuenta,
hacia una estación de taxis y cuchichea la dirección exacta al chofer; luego
durante todo el trayecto se mantiene en el estribo para controlar que vayan en
la buena dirección. Cuando están sólo a algunas cuadras de la casa, Ake anhela
estar de vuelta y se encuentra extendido al fondo del sofá de la cocina: oye
detenerse un coche abajo en la calle: cuando vuelve a ponerse en marcha se da
cuenta de que no era el suyo, y que aquél se ha detenido ante la puerta del
inmueble de al lado. El verdadero está, pues, todavía en camino; quizá ha sido
obstruido en algún lugar cerca del cruce más próximo; quizá ha sido detenido
por un ciclista volcado; suceden tantas cosas a los automóviles...
Pero finalmente llega un
automóvil que parece ser el bueno. A algunas puertas de la de Ake, comienza a
disminuir la velocidad, costea lentamente la casa de al lado y se detiene con
un pequeño rechinamiento justamente ante la puerta precisa. Una puerta se abre,
una puerta se cierra con un crujido, alguien silba haciendo tintinear una moneda. Su padre no acostumbra silbar,
pero nunca se sabe... ¿Por qué no se pondría a silbar de pronto? El auto
arranca y vira en la esquina, luego todo se vuelve silencioso. Ake presta oídos
y escucha lo que sucede en la escalera, pero no llega ningún ruido de puerta.
Ni el menor clic del dispositivo automático, ni
el menor ruido de pasos sordos trepando la escalera.
¿Por qué lo habré dejado yo
tan pronto, piensa Ake, en vista de que estábamos tan cerca? Yo habría podido
seguirlo hasta la misma puerta. Evidentemente, ahora él está abajo, ha perdido
la llave y no puede entrar. Tal vez se va a encolerizar, se va a ir y no
regresará hasta que la puerta esté abierta, mañana por la mañana. Y no sabe
silbar, es bien sabido, de otra manera me silbaría a mí o a mamá para que le
tirásemos la llave.
Tan silenciosamente como le es
posible, Ake salta el borde del sofá que rechina como siempre, y choca en la
oscuridad con la mesa de la cocina: allí se para como petrificado, sobre el
frío linóleo, pero su madre llora con grandes sollozos, regulares como la
respiración de un durmiente; ella no ha oído nada, pues se desliza hasta la
ventana y aparta suavemente la persiana para mirar afuera. No hay alma viviente
en la calle, pero la lámpara encima de la puerta de enfrente está encendida. Se
enciende al mismo tiempo que el dispositivo automático de la escalera. En esto
se parece exactamente al que está encima de la puerta de Ake.
Pronto Ake comienza a tener
frío y con sus pies desnudos vuelve a pasitos al sofá. Para no chocar con la
mesa sigue el fregadero con la mano y de pronto la punta de sus dedos toca algo
frío y puntiagudo. Deja que sus dedos continúen la exploración durante un
instante, luego empuña el mango del cuchillo. Cuando se desliza en su lecho
tiene el cuchillo aún. Lo pone bajo la frazada, cerca de él, y de nuevo se hace
invisible. Se encuentra en el mismo salón de hace poco, se mantiene a la
entrada y mira a los hombres y las mujeres que retienen prisionero a su padre.
Se da cuenta de que si su padre debe recobrar la libertad es necesario liberarlo
de la misma manera que Fred ha liberado al misionero, cuando éste estaba atado
a un poste y se hallaba a punto de ser asado por los caníbales.
Ake avanza a paso de lobo,
alza su cuchillo invisible y lo hunde en la espalda del gordo monigote que está
sentado junto a su padre. El gordo cae tieso, muerto -Ake le da una vuelta a la
mesa- y uno tras otro resbalan de sus sillas sin saber demasiado lo que les
sucede. Cuando el padre está al fin liberado, Ake
lo arrastra por las escaleras y como no se oye ningún coche en la calle, bajan
los escalones muy lentamente, atraviesan la calle y suben a un tranvía. Ake se
las arregla para que su padre tenga un asiento en el interior; espera que el
cobrador no perciba que ha bebido un poco y que su padre no diga algo
desagradable al conductor o acaso tenga un estallido de risa sin motivo.
El canto de un lejano tranvía
nocturno, que se amortigua en un viraje, penetra implacablemente en la cocina,
y Ake, que ha abandonado ya el tranvía y reposa de nuevo en el sofá, nota que
su madre ha dejado de sollozar durante su corta ausencia. En el cuarto la
persiana vuela contra el techo con un crujido terrible y cuando ese crujido se
ha esfumado, la madre abre la ventana y a Ake le gustaría poder saltar del
lecho y correr al cuarto para anunciarle que puede cerrar la ventana otra vez,
bajar la persiana e ir a acostarse con toda tranquilidad, porque ahora, de
todos modos, el padre no tardará. "Va a llegar en el próximo tranvía, yo
mismo lo he ayudado a tomarlo”. Pero Ake comprende que esto no serviría de
nada, ella nunca le creería. Ella no sabe todo
lo que él ha hecho por ella. Cuando están solos por la noche y ella lo supone
dormido, no sabe qué viajes él emprende y en qué aventuras él se lanza por ella.
Cuando más tarde el tranvía se
detiene en la parada de la esquina, él se mantiene pegado a la ventana y mira
afuera por la rendija entre la persiana y las jambas. Los primeros que llegan
son dos jóvenes que han debido saltar del tranvía en marcha, se entretienen
dándose puñetazos, habitan en la casa nueva al otro lado de la calle. Se oyen
las voces de los que han bajado en la
esquina y mientras el tranvía iluminado sale de detrás de las casas y atraviesa
lentamente la calle de Ake llenándola de hierros viejos, aparecen gentes en
pequeños grupos que luego se dispersan en diferentes direcciones. Un hombre de
paso vacilante, con su sombrero en la mano como un mendigo, mete la cabeza por
la puerta de Ake, pero no es su padre, es el portero.
Ake no se mueve. Sigue
esperando. Sabe que muchas cosas pueden retener al pasajero del tranvía en la
esquina. Hay varias vidrieras, particularmente la de una zapatería donde su
padre quizá se haya detenido antes de entrar para elegir un par de zapatos. La
vidriera del vendedor de frutas y legumbres está llena de carteles pintados a
mano y habitualmente muchos se paran a mirar los interesantes muñecos que allí
hay dibujados. Hay también una distribuidora automática que funciona mal y es
posible que el padre haya introducido una pieza de veinte para comprarle una caja de pastillas de
regaliz y ahora no logre abrir la puertita.
Mientras Ake se mantiene junto
a la ventana y espera que su padre se aleje de la distribuidora, su madre sale
de pronto del cuarto y pasa ante la cocina. Como está descalza, Ake no ha oído
nada, pero ella seguramente no lo ha notado, porque sin detenerse va hacia la
entrada. Ake suelta la persiana que tenía separada y permanece completamente
inmóvil en la oscuridad total, mientras su madre busca algo entre los abrigos.
Debe ser un pañuelo, porque un momento más larde ella se suena y vuelve al
cuarto. Aunque ella está descalza, Ake observa que trata de andar
silenciosamente para no despertarlo. Después de haber entrado al cuarto, cierra
rápidamente la ventana y baja la persiana con un golpe seco y rápido.
Luego ella se tira en la cama
y los sollozos recomienzan exactamente como si no pudiera sollozar más que en
esa posición o como si no pudiera evitar llorar cuando se halla tendida.
Después de haber mirado una
vez más hacia la calle y encontrarla completamente vacía, aparte de una mujer
que se deja acariciar por un marinero bajo el balcón de enfrente, Ake vuelve con pasos afelpados a
acostarse. El piso rechina de pronto bajo sus pies y tiene la impresión de que
resuena como si él hubiera dejado caer algo. Ahora está horriblemente fatigado;
mientras avanza, el sueño se despliega sobre él como una niebla y a través de
esa niebla percibe un crujido de pasos en la escalera, pero no van en la buena
dirección, sino que descienden en lugar de subir. Tan pronto se ha deslizado
bajo el cobertor se sumerge, de mala gana pero rápidamente, en las aguas del
sueño y lasúltimas olas que se cierran encima de su cabeza son dulces como
sollozos.
Pero el sueño es tan frágil
que no logra retener a Ake apartado de lo que le preocupaba cuando estaba
despierto. Seguramente que no ha oído al auto frenar ante la puerta, ni
encenderse el dispositivo automático con un pequeño clic, ni el ruido de los
pasos trepando la escalera, pero la llave introducida en la cerradura atraviesa
el sueño y Ake de pronto se despierta, la alegría lo golpea como un relámpago,
lo enciende desde los pies a la cabeza. Pero la alegría se disipa también en
una humareda de preguntas. Ake tiene un juego al que se entrega cada vez que
despierta de esta manera. Se entretiene en pensar que su padre atraviesa la
entrada en dos zancadas y se aposta entre la cocina y el cuarto a fin de que su
madre y él puedan ambos oírlo exclamar: "Tengo un compañero que se ha
caído del andamio y he tenido que acompañarlo al hospital, me he quedado con él
toda la noche y no he podido llamarte porque no había teléfono cerca'", o
bien: “Imagínense que hemos ganado el premio gordo en la lotería y si he vuelto
tan tarde es porque yo quería que ustedes no perdieran el resuello tan
pronto". O bien: "Imagínense que hoy el patrón me ha regalado un bote
de motor y he salido a probarlo y mañana por la mañana temprano salimos los tres. ¿Qué
me dicen de eso?"
En realidad, esto se
desarrolla más lentamente y sobre todo no es tan sorprendente. Su padre no
halla el interruptor de la entrada.
Finalmente renuncia y tropieza con un armazón de madera que cae a tierra.
Reniega y trata de recogerlo, pero en vez de hacerlo vuelca un bulto que estaba
junto a la pared. Renuncia entonces y trata de hallar un gancho donde colgar su
abrigo, pero cuando al fin ha hallado uno, el abrigo se le desliza
también y cae al suelo con un ruido blando. Apoyado en la pared, el padre da a
continuación algunos pasos para ir al baño, enciende la luz y, como tantas
otras veces, Ake permanece acostado, paralizado para escuchar el ruido de las
salpicaduras en el piso. El padre apaga, tropieza
en la puerta, jura y entra al cuarteo a través de la cortina que se estremece
como una serpiente presta a morder.
Luego todo está silencioso. El
padre permanece de pie en el cuarto sin decir una palabra, sus zapatos rechinan
débilmente, su respiración es pesada e irregular, pero esos dos ruidos lo
vuelven todo todavía más aterradoramente silencioso y en ese silencio un nuevo
relámpago golpea a Ake. Es el odio lo que lo enciende y aprieta el mango del
cuchillo tan fuerte que le hace daño, aunque no siente dolor. Pero el silencio
dura sólo un instante. Su padre comienza a desvestirse. La chaqueta, el
chaleco. Tira sus ropas sobre una silla. Se apoya en un armario y deja caer de
los pies sus zapatos. La corbata hace un chasquido como un batir de alas. Luego
da algunos pasos más por el cuarto, es decir hacia la cama, y se queda inmóvil
mientras da cuerda a su reloj. Luego todo se pone silencioso, tan terriblemente
silencioso como antes, sólo el reloj roe el silencio como un ratón, el reloj
del hombre ebrio.
Y después sucede lo que el
silencio esperaba, la madre hace un movimiento
desesperado en la cama y el grito brota de su boca como sangre.
-Cochino, cochino, cochino,
cochino -exclama ella hasta que su
voz muere y todo se vuelve silencioso. Únicamente el reloj roe, roe, y la mano
que aprieta el cuchillo está toda húmeda de sudor. Es tan grande la angustia en
la cocina que no se podría soportar sin un arma; finalmente, Ake está tan
fatigado por el miedo que, sin
resistencia, sumerge en el sueño antes que nada la cabeza. Tarde en la noche se
despierta de pronto y, por la puerta abierta, oye rechinar la cama de al lado y
un dulce murmullo llenar el cuarto; no sabe exactamente lo que esto significa,
sino que esos dos ruidos implican la desaparición del miedo por esta noche.
Suelta el cuchillo que sostenía su mano y lo rechaza lejos de él, lleno de un
deseo ardiente de su propio cuerpo; en el momento de adormecerse, se entrega al
último de los juegos de la noche, el que le trae la paz final.
La paz final… sin embargo, no
hay fin. Poco antes de las seis de la tarde la madre entra a la cocina donde
él, sentado a la mesa, está haciendo su tarea de cálculo. Ella simplemente le
saca de las manos, el libro de aritmética y lo hace levantarse del banco.
-Ve a ver a papá -dice arrastrándolo con ella hacia la entrada
y poniéndose detrás para cortarle la retirada- ve a ver a papá y dile de mi parte que te dé
dinero.
Los días son peores que las
noches. Los juegos de la noche son mucho mejores que los del día. Por la noche
se puede ser invisible y corretear sobre
los techos hasta el sitio donde se tiene necesidad de ustedes. Por el día no se
es invisible. Por el día la cosa no va tan rápida, no es tan bueno jugar. Ake
cruza la puerta de la casa y no es de ningún modo invisible. El hijo del portero le tira del abrigo para
que vaya a jugar a las bolas, pero Ake sabe que su madre está en la ventana y
lo siguen con los ojos hasta que ha desaparecido tras la esquina, tanto que él
se desprende sin decir palabra y se va corriendo como si alguien fuera en su
persecución. Cuando ha doblado la esquina, se pone a andar tan lentamente como
le es posible; cuenta los cuadros de la acera y los salivazos que hay en ella. Se le une el hijo del portero, pero Ake
no le responde, pues no se le puede decir a nadie que ha salido a buscar al
padre con su paga. Al fin, el hijo del portero se cansa y Ake se acerca cada
vez más al sitio al que no quiere acercarse. Finge alejarse cada vez más, pero
esta no es verdad de ningún modo.
La primera vez él pasa delante
del café sin entrar. Merodea tan cerca que el guardia gruñe a su lado. Se mete
en una calle transversal y se
detiene ante la casa donde se halla el taller de su padre. Un poco más tarde,
pasa bajo la puerta cochera y desemboca en el patio y finge creer que su padre
está aún allí, que se ha escondido en alguna parte detrás de los toneles o los
sacos para que Ake lo busque. Levanta las tapas de los toneles de pintura y
cada vez se asombra de no hallar a su padre acurrucado en uno de ellos. Después
de haber buscado en el patio durante casi media hora, acaba por comprender que
su padre no ha podido esconderse ahí, y se va.
Al lado del café hay una
locería y una relojería. Ake se para primero a mirar la vidriera en que se
exhiben porcelanas. Trata de contar los perros, primero los perros de raza de
la fila delantera, luego los que puede entrever cuando pone sus manos de
visera, y pasa revista a los anaqueles y mostradores en el interior de la tienda. El relojero se dispone
justamente a bajar la cortina de su comercio, pero por los huecos del enrejado
Ake puede ver de todos modos los relojes allá dentro, que hacen tictac. Mira
también el reloj que marca la hora exacta y decide que el segundero tiene que
dar diez vueltas antes de que él entre.
Ake aprovecha el momento en
que el guardia disputa con un individuo que le muestra algo en un periódico
para colarse en el café; en seguida avanza corriendo hacia la mesa precisa, a
fin de no ser visto por demasiada gente. Su padre no lo ve en seguida, pero uno de los otros pintores hace una señal
en dirección de Ake y dice:
-Tu chiquillo está ahí.
El padre pone al hijo en sus
rodillas y frota su barba de dos días contra la mejilla. Ake trata de no
mirarlo a los ojos, pero de vez en cuando no lo puede evitar, fascinado por las
ventanillas rojas en lo blanco de los ojos.
-¿Qué quieres, tú? -dice el
padre: su lengua es blanda, pastosa, y tiene que repetir varias veces la misma
cosa antes de estar satisfecho él mismo de ello,
-Vengo a buscar dinero.
Su padre entonces vuelve a
ponerlo suavemente en el suelo, se echa hacia atrás y ríe tan fuerte que sus
camaradas se ven obligados a hacerle señal de callarse. Riéndose, saca su
portamonedas, quita torpemente el elástico y busca mucho antes de hallar la
pieza deuna corona más brillante.
-Toma, Ake -dice- ve a
comprarte dulces con esto.
Los otros pintores no quieren
ser menos y Ake recibe una corona de cada uno de ellos. Retiene el dinero en su
mano mientras, abrumado de confusión y vergüenza, se dirige prudentemente a la
salida por entre las mesas. Se muere de miedo de que alguien lo vea salir cuando pase corriendo delante del guardia y que un soplón
vaya a decir en la escuela:
-Ayer por la tarde vi salir a
Ake de la taberna.
Se detiene de todos modos un
instante ante la vidriera del relojero y, mientras la aguja da diez vueltas en torno
de su eje, permanece allí, apoyado contra la reja. Él sabe que esta noche
deberá jugar aún, pero no sabe a quién odia más de los dos seres por los cuales
juega.
Cuando más tarde dobla
lentamente la esquina, encuentra la mirada de su madre allá arriba a diez
metros del suelo y avanza hacia la puerta del inmueble lentamente con cuanto
coraje tiene para ello. Al lado hay un vendedor de leña y se arriesga de todos
modos a arrodillarse un momentito y a mirar por el tragaluz a un viejito que
recoge carbón en un saco negro. Cuando el viejito ha terminado, la madre está
detrás de Ake. Ella lo levanta bruscamente y lo toma por el mentón para captar
su mirada.
-¿Qué ha dicho? -cuchichea-. ¿Acaso te has comportado de nuevo como un
flojo?
-Dijo que iba a venir en seguida
-cuchichea Ake en respuesta.
-¿Y el dinero?
-Mamá, cierra los ojos -dice
Ake y juega el último de los juegos del día.
Mientras su madre eleva los
ojos, Ake desliza suavemente las cuatro piezas de una corona en la mano
extendida; luego baja la calle corriendo, sus pies tienen tanto miedo que
patinan en el pavimento. Un grito cada vez más fuerte lo persigue a lo largo de
las casas pero esto no lo detiene, por el contrario él corre todavía más
rápido.