Aún están verdes los trigos. Ni el rumor ni el resplandor, como de joyas revueltas, les maduró todavía. Eso va a lograrlo el sol, fino y paciente joyero.
Los maíces están igualmente verdes. Son mamones entre pañales de chalas. Cada grano de sus choclos es una gota de leche.
El viento acuna las chacras en que dormitan, indigestados de jugos, los maíces y los trigos. El cuidado de sus días continua dependiendo de quienes depositaron la semilla generosa en el surco humeante. Humeante fertilidad de la tierra; humeante aliento del hombre: dos varas de humo, de las que siempre cinchó, como una yunta de bueyes, la esperanza del labriego.
Y éste también está verde. Es un niño como trigo y su maíz. Renace todos los años para preguntar lo mismo: ¿Qué será de mis maizales?... ¿Qué será de mis trigales?....
¡Ah, tipo inefable y trágico! Pregunta lo que ya sabía su padre, y su abuelo, y el primero que sembró. Pero pregunta otra vez y hay, no más, que contestarle como el pregunta: trágica, inefablemente.
¡Serán pan! y pan para los bandidos de arriba abajo; desde el primer magistrado hasta el último milico. Hectáreas, miles de hectáreas, arramblados por los amos para abastecer sus mesas. Y otras miles todavía para nutrirles la entraña, roja y caliente, a las hembras de sus goces que así ondularán las ancas las lagartonas. Y lo que sobre, si sobra, lo echarán por sobre el mar al hambre de aquellos que ya no siembran, porque están entretenidos en degollarse o quemarse. Pan para todos -¡ay, sí!-, menos para quienes aran, engavillan, muelen el grano, hacen pan.
Su destino ya está escrito. Leedlo en los diarios burgueses. Veréis qué bien distribuida está ya vuestra cosecha.
Carteles Tomo I, Americalee, 1956.
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