No podría decir a qué hora murió Pancho Rojas. Sospecho que murió al amanecer, instante que me parece el más angustioso para morir: irse cuando nace el nuevo día que uno no vivirá debe ser más duro que irse al caer la tarde, cuando se espera el sueño y cuando sueño y muerte se confunden.
Y no es por crueldad que me inclino a creer que murió al venir el día: la violenta posición de su cuerpo que parecía hundido en la tierra, así me lo hizo suponer. No murió apaciblemente.
Al encontrarlo, boca abajo, sobre el pasto todavía lleno de rocío, y levantar su cabeza para mirarlo, tuve un estremecimiento: la cara estaba cubierta de pequeñas hormigas rojas, algunas de ellas amontonadas sobre los cerrados párpados, trabajando tal vez para atravesarlos y llegar a las pupilas.
Solté la cabeza, que cayó de nuevo sobre el pasto, y me enderecé. Estábamos solos, en aquel rincón, el muerto y yo. Era un día de otoño, de un otoño seco y brillante. Los primeros picaflores llegaban ya desde el sur y se les veía bailar ante los caquis maduros, hundiendo el agudo pico en la amarillenta corteza.
No sentí tristeza, sino más bien lástima o piedad: algo hondo, de todos modos. Pancho Rojas, sin ser de la familia, era considerado como uno de sus miembros. Llevaba dos años viviendo en la casa y aunque entre él y nosotros existía sólo una relación física, que es la única que suele existir entre muchos seres, esa relación era, felizmente simpática, por lo menos para mí y para los míos. Pertenecíamos, por lo demás, a mundos diferentes, y esa diferencia impedía cualquiera otra aproximación.
No sabía nada de su vida anterior. ¿Dónde había nacido? ¿en qué lugares vivió sus primeros días? Nunca lo supe. Suponía, sí, que era oriundo de algún lugar de la costa central de chile y que sus primeros días los había vivido sobre las lomas o en las quebradas, en los pantanos o en las vegas de esa región, quizá cerca de alguna laguna, como la de Cahuil, por ejemplo, o como la de Boyeruca, o en los valles que cortan por allí la cordillera de la costa.
Al mirarlo y ver su fina estampa, su cuerpo esbelto, su andar elegante, su vestimenta impecable, sentía una gran ternura: me recordaba pasados y hermosos días, mañanas de sol y de viento, amaneceres con húmedas neblinas... me recordaba también el canto y el vuelo de los pájaros, el grito sorpresivo y el vuelo brusco de la perdiz de mar...
Hice lo imposible por llegar a tener con él más estrechas relaciones. Nunca lo logré. Algo, muy importante, que yo no podía traspasar y derribar, nos separaba. Cada vez que intenté acercarme a él, fracasé. Se apartaba, y desde lejos, mirándome de lado, parecía decirme: ¿Por qué pretendes convertirme en algo tuyo? Déjame ser como soy. No quiero llegar a ser como uno de tus hijos, como tu mujer o como uno de tus zapatos, algo doméstico y manoseado...
Yo callaba. ¿Qué podía decirle? callaba, sintiendo en el corazón del dolor de su reproche. Era cierto: cada dos o tres meses el jardinero lo tomaba, no sin que tuviese que correr tras él durante largo rato, y le despuntaba las alas, soltándolo después. Era una crueldad, pero no quería perderlo. Me gustaba mirarlo y lo miraba durante horas enteras... me lo había regalado un amigo.
- A tí te gustan los pájaros -me dijo-; a mi también, pero a mi gente le molesta el grito que da éste. Te lo regalo...
Mi hija lo bautizó.
¿Cómo lo llamaremos? -me preguntó cuando lo solté sobre el pasto, en el jardín, y lo vimos alejarse, un poco agarrotadas las finas patas, luego de sacudir las alas, quizá para librarlas del pesado recuerdo de mis manos.
- Ponle el nombre que gustes- contesté.
- Me gusta Francisco- dijo, mirando el pájaro, que nos miraba de lado con sus ojos color carmesí.
- Me parece bien: mi abuelo se llamaba Francisco y ese también es mi segundo nombre.
- Pancho Rojas, entonces, papá.
- Eso es: Pancho Rojas...
El queltehue, felizmente, Pancho Rojas, no era un ser humano, y vivió y murió como deberían morir todos los animales y todos los hombres: libremente, sin sometimientos.
"Aquí yace Pancho Rojas, el queltehue", decía el papel que los niños pusieron sobre su tumba, atado a un varilla. Pero el letrero duró poco: el jardinero, en la primera regada, barrió con el papel y varilla. Mejor. No venía bien, sobre la tumba de un ser libre y salvaje, una flor ni un papel, mucho menos un epitafio. Pancho Rojas valía más por lo que era que por lo que de él se podía decir.