De qué se nutre la esperanza - Manuel Rojas


Todo ser humano, por miserable que sea su condición, tiene una esperanza, pequeña o grande, noble o innoble, inalcanzable o próxima, pero esperanza al fin. Una parte de su ser vive en y de esa esperanza, se alimenta de ella y en ella.
Hay días en que esa esperanza amanece reducida al mínimo, misérrima, espantosamente misérrima. Sus posibilidades de realizarse se han alejado o destruido y el ser humano piensa y siente que más valdría que esa esperanza muriese y con ella aquella parte de su ser que vive de ella y en ella, que se alimenta en ella y de ella y que en esos momentos ni se alimenta ni vive, pues está miserable, tan miserable como la esperanza misma.

Pero el hombre tiene, además, otra esperanza: la de que han de venir días mejores para la suya. La deja, entonces, así, pequeña, entumecida, raquítica, y espera; rechazarla sería rechazarse a sí mismo, matarla equivaldría a matar lo que él más estima en sí mismo.

Hay veces en que el ser humano espera vanamente: su esperanza muere en él, tan marchita como él. Otras veces, en cambio, en aquella raíz casi podrida hay un rebrote, un rebrote que puede morir al poco tiempo o que puede traer otros y otros, fuertes y erguidos, apretados de savia, casi agresivos de vitalidad. El ser humano se siente entonces como debe sentirse un rosal en septiembre: pleno, próximo a estallar incapaz de resistir la ola de vida que asciende y circula por sus venas. La esperanza está próxima a convertirse en realidad.

Se ha esperado mucho tiempo, han transcurrido muchos días, terribles y amargos días, días de silencio, días en que se prefería no recordar que se tenía esperanza, días de rencor contra aquellos que impedía su desarrollo, días de desprecio para lo que pudiendo vigorizarla, no la vigorizaba. Días de desprecio, en fin, para sí mismo. ¿Cómo se pudo poner una esperanza en manos tan inhábiles, entregarla a dedos tan torpes, a fuerzas tan inútiles?

Todo aquello, sin embargo, no fue en vano: aquí está la esperanza, rebrotando con una fuerza que produce miedo, con una que está casi más allá de nuestra capacidad de soportarla. Es triste, claro está, muy triste que una esperanza se nutra de hombres muertos, de ciudades rendidas o destrozadas, de incendios, de sangre y de exterminio, pero no siempre le es dado al hombre elegir la materia con que se nutrirá la esperanza.



Revista "Babel"
N° 46. Santiago, 1948.

La eternidad - Gonzalo Rojas

Sin tener qué decir, pero profundamente
destrozado, mi espíritu vacío
llora su desventura
de ser un soplo negro para las rosas blancas,
de ser un agujero por donde se destruye
la risa del amor, cuyos dos labios
son la mujer y el hombre.

Me duele verlos fuertes y felices
jurarse un paraíso en el pantano
de la noche terrestre,
extasiados de olerse y acecharse
como los muertos, solos.

"Oh amantes: no durmáis hasta la aurora,
hasta que el sol reemplace vuestra furia
y entre por las cortinas a besaros los ojos.
No durmáis, Juventud, que la Vejez
os espía detrás de la ventana
con su cara invisible".

"No durmáis, proseguid
vuestra lucha, templad
sin cesar vuestras arma seductoras
con el tacto insaciable, con la sed
del primer huracán, a sangre y fuego.
No durmáis. Que el furor
os libre de mis manos asesinas".

"Soy vuestra peste. Soy
el que os sopla al oído la verdad de la tierra,
los designios aciagos:
he perdido mi cuerpo, porque yo soy la voz
de los cuerpos perdidos".

"No durmáis, hasta el sol.
No durmáis, mis hermosos amantes. No escuchéis
las olas del abismo".

Todos me ven y me oyen,
todos me temen, todos los que sufren el tiempo
como una pesadilla indescifrable,
y todos me preguntan quién soy, pero es inútil:
mi máscara es la noche.

En La Miseria del Hombre, 1948

Mar de Antofagasta - Andrés Sabella

Este Mar
fue el patio
de mi infancia.
Me columpiaba 
en el cordel
del horizonte
y en navidad
le ponía
barba de algas
a mi padre.
Mi cabellera
entonces,
era el viento.
En el patio del Mar,
perdí mi frente de niño.
Comenzaba el naufragio.