La muralla de los suicidas - José González Vera



José Santos González Vera (1897-1970) en Revista Claridad Vol. 3 N°78, 1922.

La costumbre es una cosa tremenda. Hasta para suicidarse las personas buscan un sitio que no sea de mal tono. Es de mal tono lo incorrecto e incorrecto, lo desacostumbrado. Lo natural es que se elija un sitio donde otros se hayan suicidado. Así se prestigian los vencidos por la desesperación y así se consagra el lugar. Antes, cuando el suicidio era un acto de lujo, la gente se suicidaba en cualquier parte: se tiraba a un estanque, se tendía en la vía férrea, se cortaba las venas, se tragaba una dosis de sublimado, se ahorcaba o se baleaba la sien. En esa época para suicidarse era menester cierta independencia económica. Se necesitaba algún tiempo para determinar la forma de suicidio; era indispensable comprarse un traje negro, adquirir una. pistola legítima o conseguir venenos auténticos. Los pobres estaban condenados a vivir. Por falta de recursos no podían balearse, envenenarse, cortarse las venas o ahorcarse. Cuando estaban demasiado aburridos se ponían en los rieles; pero a lo mejor el tren no pasaba o eran sorprendidos. En este último caso además de sufrir una contrariedad, recibían palizas y carcelazos. Esta injusticia, derivada del régimen capitalista, se extinguió cuando algunos suicidas bien inspirados, dieron en la democrática treta de cumplir su objetivo tirándose por la muralla del cerro Santa Lucía que da a la calle del mismo nombre. Ahora el suicidio está al alcance de todas las personas. Los pobres, en lo que a este asunto se refiere, no tienen de qué quejarse.


Los días de trabajo con diez centavos quien quiera puede subir al cerro y llegar a la muralla de los suicidas. El paisaje es delicioso. Los pajarillos cantan desde el alba hasta la noche. Se asciende por un caminito muy bien cuidado. A medio camino hay bancos rodeados de enredaderas. Si se camina con ánimo contemplativo, los espectáculos no faltan. A un lado se extiende la masa del cerro con sus árboles, sus flores, sus fuentes y sus monumentos. Desde el misterio de las hojas, llegan mil y mil murmullos; a veces se oyen risas de mujer o lejanos sonidos de campana. Es muy posible que esta clase de espectáculos no agrade a ciertas personas. En ese caso puede el interesado mirar en sentido contrario. La ciudad avanza con sus miles de edificios hasta el horizonte. Se elevan las torres de las iglesias. Sus cruces, si el paseante es católico, pueden recordarle que Dios aún existe y si no lo es, pueden sugerirle la idea de que simbolizan la mentira. El paseante, sin esfuerzo, verá las infinitas chimeneas que empañan con su humo la limpidez del cielo. Y podrá pensar que el trabajo tal como se realiza, es el pulpo de los hombres. La ciudad le evocará todo su pasado. Verá a sus queridas, a sus amigos, a su familia. Pensará en sus luchas, en sus sueños no realizados, en su historia. Y .habrá llegado a la muralla anhelada. Mirará por última vez a los hombres que se afanan en bajos menesteres y sonreirá con una sonrisa heroica. El hombre que va a morir, puede pensar, si en ello encuentra algún placer, que con su muerte la humanidad sufrirá una pérdida irreparable.

La muralla de los suicidas permanece siempre en un espléndido aislamiento. Su misma fama la hace inaccesible a cuantos no sienten sinceramente el encomiable deseo de suicidarse. Los paseantes para no obsesionarse con la idea de término, prefieren andar por otros caminos, y los guardianes guiados por el noble propósito de cumplir con su deber durante muchos años, imitan a los paseantes. Puede pues, el joven o el anciano cansado de vivir, llegar hasta ese lugar de liberación. Ningún obstáculo se opondrá a su paso, ninguna circunstancia amenguará su determinación. Además de todas las ventajas pálidamente enumeradas, la muralla de los suicidas, puede decirse que está en pleno centro. Apenas el suicida. se lanza a la calle, todo el mundo se da cuenta del hecho y forma el escándalo del caso. En seguida acude el carro de la Prefectura y carga los despojos. Los reportees también son informados al momento. Los diarios al siguiente día dan la noticia con toda suerte de detalles. No se puede negar que la muralla reúne todas las condiciones.

Aún más. Si el suicida es aficionado a la publicidad puede liquidarse en la mañana. Así conseguirá que los diarios de la tarde den cuenta del hecho a dos columnas. Amen.
                                                              
P. S.–Las personas que no posean diez centavos pueden aprovechar el día Domingo. La entrada es gratuita.
González Vera

Revista Claridad n°78, 1922.

Definición del hombre actual - Gonzalo Drago

En Actitud. Revista del grupo "Los Inútiles".

El hombre actual, acosado por las jaurías del odio colectivo que divide al mundo en dos inmensos bandos de ideas irreconciliables, limitado por la intensa y tendenciosa propaganda guerrera de los países en lucha, influenciado por los demagogos y encadenado por los políticos, se debate en medio del caos y de la desesperación, soportando las dolorosas consecuencias de un mundo convulsionado.

Diríase que el hombre actual, conjuntamente con la cultura, ha llegado a una decisiva encrucijada del destino, de la que podrá salir airoso o derrotado, aunque no haya participado directamente en la lucha armada de los pueblos. Y de toda esta convulsión mundial es preciso esperar un mundo mejor, una nueva era en la que el hombre adquiera su más simple y noble expresión como individuo dentro de la colectividad. Es preciso esperar de pie a ese mundo que se iniciará después de los últimos estertores de la catástrofe. Es menester mirar hacia el futuro con la esperanza de que el hombre encontrará su centro sobre las ruinas de un sistema podrido y caduco que fracasó sistemáticamente durante varias centurias. Reyes, emperadores, presidentes y dictadores deberán pensar que no es posible de ningún modo prolongar por más tiempo un sistema que conduce a la destrucción mutua de las naciones. Sería absurdo que el hombre actual continuare viviendo una vida de paria después de la estructuración de un mundo nuevo. Son siglos de sufrimientos, de miserias, de rebeldías sofocadas con sangre las que justifican el advenimiento de un mundo más justo y más humano. Porque si ahora se lucha por ideas políticas, por disputarse los mercados mundiales, en el futuro se luchará por conquistar la libertad individual y el derecho a vivir como ser humano dentro de la colectividad.

Y no se nos diga soñadores o amargados. La evolución del mundo no puede detenerse con meras palabras o con la destrucción que siembran las ametralladoras. Sobre las ruinas y los cadáveres de los combatientes, sobre los despojos de la civilización destruida, se alzarán los nuevos ideales abriéndose paso a través de los prejuicios, hasta alcanzar la meta de la felicidad humana, esa relativa felicidad de dar a cada hombre lo que merece, dentro de un clima de libertad.


Y cuando llegue ese día, aunque seamos polvo de cementerio, nos sentiremos avergonzados de todos los crímenes cometidos por la insaciable ambición de los hombres.

Actitud n°3. Junio de 1943, Rancagua.

Juanito descubre el mundo - Óscar Castro

Fragmento de Comarca del Jazmín

Corchuelo, si, Corchuelo, dice Juanito lentamente, haciendo jugar el picaporte de su pieza. El picaporte es como un pequeño animalito metálico y chirriante. Tirándole la colita amarilla, el picaporte esconde la lengua, y luego, al soltarla suena y asoma, fría, como si gustase un helado invisible. Juanito ha estudiado mucho este juguete oscuro de la puerta. Desearía sacarlo y ver qué tiene por dentro, descubrir el maravilloso resorte que produce aquel sonido. Se le figura que en el interior de esta cajita debe existir un organismo inédito, muy distinto del que tenía su payaso músico, despanzurrado tres días atrás para resolver el problema de su funcionamiento.

La primera sensación que tiene Juanito cada mañana, es el rumor del picaporte. Siempre despierta cuando la lengüeta metálica se esconde para que pueda girar la puerta. Entonces asoma la cabeza de su madre, y él cierra los ojos con rapidez. Los instantes que su madre tarda en recorrer el espacio que media entre la puerta y el lecho, son para él de dulce indecisión. Suenan sobre las tablas los pasos afelpados de sus babuchas caseras, y al fin está cerca de él, sobre él, su presencia caliente y amiga. En torno de su madre hay un aura tibia que le besa el rostro antes de que los labios cariñosos lleguen a tocarlo. Prefiere la suavidad de ese contacto invisible antes que la caricia misma. Por eso no levanta los párpados. Si cediera a la tentación, desaparecería el encanto y ya no conseguiría sentir esa zona que envuelve a su madre. Esto sucede cuando ya sus hermanos se han ido a la escuela, cuando por toda la casa transita el silencio en las patas de Choclo, el gato negro y peludo. Afuera se alarga el patio luminoso, manchado por las hojas del parrón. Más allá queda la cocina, país de humo y de oro. Y, al fondo, el huerto verde y profundo. El huerto llama cada mañana a Juanito. Soplan los tallos su flauta clara y fresca para encantarlo. Alzan las azucenas sus copas espesas de fragancia. Revuelan mariposas amarillas, rojas, huidizas. Toronjil y cedrón, ruda y malva, romero y albahaca. Todo un mosaico de aromas que flotan, flotan, formando colores. Para Juanito, el perfume del romero es azul; el de la menta, celeste; verde amarillo el del cedrón.

“Cor-chue-lo”, sigue diciendo Juanito a cada rumor de picaporte. Viene entonces la madre para advertirle que su taza de leche se enfría. Este llamado lo separa de su juguete, y diciendo por última vez “cor-chue-lo”, se dirige al comedor. Allí hay una taza humeante y un trozo de pan de oscura corteza. La leche es un mar blanco, espeso, tranquilo. El niño echa en él, para romper su monotonía, un pedacito de pan que flota un momento y se apega a los bordes de la taza. Junto a la primera, cae otra corteza tostada. Y ya la taza es un océano donde se libra un combate naval. Dos embarcaciones pelean. Una lleva una bandera de diez colores. La otra, un trapo oscuro. A Juanito le interesa que venza la primera. Por eso, levanta la cuchara y golpea suavemente el líquido. Se levantan ondas blancas y ambas embarcaciones se estremecen y chocan. Primer ataque. Ha sacado ventajas la bandera negra. Pero el capitán de la otra nave es inteligente y ordena una temeraria maniobra. Un segundo golpe de cuchara distancia más a los rivales. Un tercero los hace juntarse de nuevo. Esta vez va en ganancia la bandera multicolor. ¡Viva! El entusiasmo de Juanito no mide la potencia del cuarto golpe y la leche le salpica la cara. El pequeño se irrita. Coge a los dos rivales en su cuchara y los engulle. Que sigan el combate en su interior. Y para que tengan agua de sobra, allá va un gran sorbo de leche.

Juanito sale al patio. Bajo la sombra del parrón, en su silla de paja, dormita, caída la barba blanca sobre el pecho, Baltasar, el abuelo. El niño pasa por frente a él en puntillas y atraviesa el huerto. En vano alarga sus manos el romero para detenerlo. En vano le manda mensajes el viento, impresos en fino papel de mariposas. Algo más intenso lo lleva, retenida la respiración, suavísimo el paso, hacía un punto que él bien conoce. Al final del huerto, apegado a una tapia con grandes grietas, hay un reino encantado que muy pocas veces ha podido explorar, por expresa prohibición del abuelo. Es un cuarto en que el anciano guarda sus tesoros. Hay allí grandes tarros, barricas desvencijadas, útiles de labranza, tiestos llenos de objetos imprevistos. Como en el cuento de Alí Babá, es necesario franquear una puerta que por fortuna está sin llave. “Sésamo, ábrete”. Y las manos de Juanito se hunden, febriles, en el primer tiesto. Tropiezan sus dedos con heterogéneas cosas: hebillas de hierro, clavos de bronce de dorada cabeza, semillas de colores, láminas de metal, argollas y otras mil baratijas cuyo nombre desconoce nuestro explorador. Corcel apresurado, el corazón le late tumultuoso en el pecho. Aquellas cosas deben tener un incalculable valor. Sí en ese momento viniera el gigante, no tendría el niño un mago bondadoso que lo hiciera desaparecer. Debería enfrentarse resueltamente a su destino y no se siente capaz. El gigante es su abuelo. El pequeño lo ha investido de terribles poderes. Con una sola inflexión de su voz, el gigante podría transformarlo en piedra. 0 en lagarto. Mejor en lagarto, porque las piedras no se mueven y son grises, frías. En cambio, los lagartos ¡qué rapidez tienen! ¡Y cuántos colores! Juanito conoce los lagartos. Los ha visto en las estampas de un libro grande que tiene su hermana, y también en el huerto, sobre las tejas. Es decir, no lagartos verdaderos: lagartijas más bien. Pero qué importa. Deben ser iguales. Claro. Después las lagartijas crecen y se vuelven lagartos. También los gatos se convierten en tigres al hacerse más viejos. Por supuesto que debe pasar un tiempo largo: cien años cuando menos. Entonces se van a la selva y rugen. Rugen como un volcán. Y echan llamas por los ojos. Con estas llamas se alumbran el camino de noche. Cuando hay incendio en la montaña, es que los tigres están hambrientos y le han prendido fuego con los ojos.

Pero no es hora de divagaciones. Ahora Juanito tiene la obligación de examinar su tesoro antes que se despierte el gigante. Aquí hay un artefacto raro que clava como un puercoespín. Juanito lo saca con cuidado y lo analiza, temeroso de que tenga vida propia. Es un objeto de metal amarillo con una especie de carretel erizado de púas. Junto a este carretel hay muchas laminillas delgaditas, algunas de las cuales están quebradas como los dientes de una peineta. Convencido de que aquello es inofensivo, Juanito lo da vueltas entre sus manos. ¿Para qué servirá? Se le ocurre que aquí deben moler el trigo en los molinos. Pero no. En el molino que él conoce hay unas piedras enormes, redondas, con un hoyo al centro. Ha visto dos en la puerta grande de afuera. Y en ellas le dijeron que se molía el trigo. Entonces aquello debe servir para otra cosa. Está dispuesto a dejarlo en su sitio, dándose por vencido, cuando sus dedos hacen girar el rodillo. Dos o tres notas agudas surgen de allí y se quedan vibrando en sus oídos. Repite la experiencia y el aparato deja oír otras notas más cálidas. Prosigue su juego, y ya son los compases de una música fina, desvaída, balbuceante. Siguen los dedos interminablemente y las notas se repiten, se alejan, vuelven, se posan como pájaros en el corazón de Juanito. El niño está deslumbrado. Aquello debe valer mucho. Por lo menos un millón de pesos. Pero él tiene que llevárselo, no puede dejarlo allí. Más tarde, el gigante cerrará con llave la puerta y ya no habrá manera de cogerlo. Juanito se entreabre la blusa y desliza el artefacto a ras de piel. Siente su frío contacto y el cuerpo se le engranuja por el lado izquierdo. La emoción lo paraliza por algunos momentos. Aquella empresa es demasiado grande para él. Si lo sorprenden, tendrá que restituir su tesoro, y eso le resulta terrible. El trofeo le pertenece. Lo descubrió él. Los héroes de los cuentos nunca tuvieran escrúpulos de conciencia. Les bastaba dormir al dragón o vencer al gigante para que las piedras preciosas y las princesas les pertenecieran. Y él ha pasado frente al gigante dormido sin despertarlo. Tan estupenda empresa merece un premio: lo lleva consigo. Debe defenderlo con su propia sangre si es preciso. Inicia Juanito el retorno con mil precauciones, aunque tratando de conciliar éstas con su categoría de héroe. Abandona el cuarto y no vuelve la cabeza de inmediato hacía el lugar en que está su enemigo. Mira al suelo: allí encuentra la raíz de un duraznero. Suben sus ojos por el tallo, lentamente, estudiando sus rugosidades. Se detienen en una ramita, en un nudo, en un brote reciente. Cuando sus miradas han alcanzado suficiente altura, las hace resbalar de súbito hacía la silla del abuelo. Allí está Baltasar, en postura idéntica a la de antes. El niño se tranquiliza, echa una ojeada a su blusa, palpa el objeto que lleva debajo y comprueba que el bulto no es demasiado visible. Coge entonces una ramita caída en el suelo y avanza mirándola. Es una ramita seca y recta, suave al tacto. Esta será su vara de virtud. Con un signo de ella, conseguirá mantener el sueño del gigante todo lo que sea necesario. Avanza, avanza. Ya no median sino unos pasos entre él y su abuelo. Entonces alza la ramita y dice como para sí mismo: “Duerme, duerme". El abuelo da una cabezada que le derriba la testa blanca hacia la derecha. Entreabre los ojos cenicientos, sin ver el mundo, bajo la sombra de sus cejas espesas. Juanito se paraliza, la vara de virtud detenida en el aire. Su vida entera en ese instante, es una vibración como de frágil cristal a punto de romperse. Pero el abuelo torna otra vez a su sueño con renovada placidez. Juanito mira la varilla con desconfianza y no vuelve a levantarla. Tiene demasiado poder y su choque podría matar al gigante. Ya está junto a él, frente a él. Oye su respiración acompasada y no puede apartar los ojos de aquella figura durmiente. Lo vigila con todos sus sentidos, seguro de que si dejara de mirarlo, el gigante se alzaría terrible y acusador ante él. En ese momento, el objeto se mueve bajo su blusa y le martiriza la piel del vientre. Es un cilicio cuya tortura trata de evitar hundiendo cuanto puede la barriga. Mas las púas tenaces prosiguen su tarea de vengadoras, y el niño debe hacer esfuerzos para no lanzar un gemido.

Aquella primera experiencia dice a Juanito que todo lo bello se consigue con dolor. Sin embargo, él no podrá aprovechar la lección, pues, aún es demasiado pequeño y la vida no ha tenido tiempo de endurecerlo. La trayectoria desde donde se halla su abuelo hasta su pieza es una tortura para Juanito. El la soporta heroicamente. Salió herido del combate con el dragón. Todavía siente, viva, quemante, la sensación de su dentellada en el cuerpo. Pero aquí está la puerta. Inútilmente el picaporte estira y encoge su lengüecilla. El niño no la ve: algo más grande acapara todo su interés. Junto a la cama entreabre su blusa y aparece el tesoro intacto. Juanito tiene rasguñada la piel del vientre, pero se da por feliz de haber salvado de aquella aventura con tan escasas heridas. Se queda contemplando el misterioso rodillo y luego se asegura de que nadie vendrá a interrumpirlo. Su madre está en la cocina. El abuelo sigue durmiendo. Tiene por lo menos una hora de libertad absoluta. Una hora suya que el pianito maravilloso llenará de melodías encantadas. Lentamente primero, con mayor ligereza después, hace girar el rodillo. Cada plaquita metálica, al ser levantada por la púa respectiva, entrega su sonido clarísimo. Es como si lloviera música en gotas. El pianito canta, canta. Y el niño, embelesado, no se fatiga nunca de dar vueltas al rodillo. Tin, tin, tan, tin... Bailan todas las princesas de los cuentos, con largos vestidos hechos de pétalos y de estrellas. Tin, tin, tan, tin... Juanito recuerda la lluvia. Así cae sobre los árboles, sobre las casas, sobre el agua de las charcas. Tin, tin, tan, tin... El Gato con Botas, y Caperucita, y Pulgarcito y Blanca Nieves danzan al compás del pequeño instrumento. Tin, tin, tan, tin... El dragón se adormece, llora el gigante, el ogro terrible deja de perseguir a los niños, para escuchar la melodía. Tin, tin, tan, tin... Viene Simbad el Marino, viene Alí Babá con sus cuarenta ladrones, acude Aladino a través del bosque haciendo bailar la sombra de los árboles con el azul, reflejo de su lámpara maravillosa.

Tin, tin, tan, tin...

A Juanito le nace, lentamente, un alma musical y esplendorosa. Baila su corazón entre un huracán de mariposas, pedrerías y flores.

Comarca del Jazmín. Óscar Castro, 1945. 


El criminal es el elector - Albert Libertad

Tú eres el criminal, Oh Pueblo, puesto que tú eres el Soberano. Eres, bien es cierto, el criminal inconsciente e ingenuo. Votas y no ves que eres tu propia víctima.

Sin embargo, ¿no has experimentado lo suficiente que los diputados, que prometen defenderte, como todos los gobiernos del mundo presente y pasado, son mentirosos e impotentes?

¡Lo sabes y te quejas! ¡Lo sabes y los eliges! Los gobernantes, sean quienes sean, trabajaron, trabajan y trabajarán por sus intereses, por los de su casta y por los de sus camarillas.

¿Dónde y cómo podría ser de otro modo? Los gobernados son subalternos y explotados; ¿conoces alguno que no lo sea?

Mientras no comprendas que sólo de ti depende producir y vivir a tu antojo, mientras soportes –por temor- y tú mismo fabriques –por creer en la autoridad necesaria- a jefes y directores, sábelo bien, también tus delegados y amos vivirán de tu trabajo y tu necedad. ¡Te quejas de todo! ¿Pero no eres tú el causante de las mil plagas que te devoran?

Te quejas de la policía, del ejército, de la justicia, de los cuarteles, de las prisiones, de las administraciones, de las leyes, de los ministros, del gobierno, de los financieros, de los especuladores, de los funcionarios, de los patrones, de los sacerdotes, de los propietarios, de los salarios, del paro, del parlamento, de los impuestos, de los aduaneros, de los rentistas, del precio de los víveres, de los arriendos y los alquileres, de las largas jornadas en el taller y en la fábrica, de la magra pitanza, de las privaciones sin número y de la masa infinita de iniquidades sociales.

Te quejas, pero quieres que se mantenga el sistema en el que vegetas. A veces te rebelas, pero para volver a empezar. ¡Eres tú quien produce todo, quien siembra y labora, quien forja y teje, quien amasa y transforma, quien construye y fabrica, quien alimenta y fecunda!

¿Por qué no sacias entonces tu hambre? ¿Por qué eres tú el mal vestido, el mal nutrido, el mal alojado? Sí, ¿por qué el sin pan, el sin zapatos, el sin hogar? ¿Por qué no eres tú tu señor? ¿Por qué te inclinas, obedeces, sirves? ¿Por qué eres tú el inferior, el humillado, el ofendido, el servidor, el esclavo?

¿Elaboras todo y no posees nada? Todo es gracias a ti y tú no eres nada.

Me equivoco. Eres el elector, el votante, el que acepta lo que es; aquel que, mediante la papeleta de voto, sanciona todas sus miserias; aquel que, al votar, consagra todas sus servidumbres.

Eres el criado voluntario, el doméstico amable, el lacayo, el arrastrado, el perro que lame el látigo, arrastrándote bajo el puño del amo. Eres el sargento mayor, el carcelero y el soplón. Eres el buen soldado, el portero modelo, el inquilino benévolo. Eres el empleado fiel, el devoto servidor, el campesino sobrio, el obrero resignado a su propia esclavitud. Eres tu propio verdugo. ¿De qué te quejas?

Eres un peligro para todos nosotros, hombres libres, anarquistas. Eres un peligro igual que los tiranos, que los amos a los que te entregas, que eliges, a los que apoyas, a los que alimentas, que proteges con tus bayonetas, que defiendes con la fuerza bruta, que exaltas con tu ignorancia, que legalizas con tus papeletas de voto y que nos impones por tu imbecilidad.

Tú eres el Soberano, al que se adula y engaña. Te encandilan los discursos. Los carteles te atrapan; te encantan las bobadas y las fruslerías: sigue satisfecho mientras esperas que te fusilen en las colonias y que te masacren en las fronteras a la sombra de tu bandera.

Si lenguas interesadas se relamen ante tu real excremento, ¡Oh Soberano!; si candidatos hambrientos de mandatos y ahítos de simplezas, te cepillan el espinazo y la grupa de tu autocracia de papel; si te embriagas con el incienso y las promesas que vierten sobre ti los que siempre te han traicionado, te engañan y te venderán mañana; es que tú mismo te pareces a ellos. Es que no vales más que la horda de tus famélicos aduladores. Es que, no habiendo podido elevarte a la consciencia de tu individualidad y de tu independencia, eres incapaz de liberarte por ti mismo. No quieres, luego no puedes ser libre.

¡Vamos, vota! Ten confianza en tus mandatarios, cree en tus elegidos.
Pero deja de quejarte. Los yugos que soportas, eres tú quien te los impones. Los crímenes por los que sufres, eres tú quien los cometes. Tú eres el amo, tú el criminal e, ironía, eres tú también el esclavo y la víctima.

Nosotros, cansados de la opresión de los amos que nos das, cansados de soportar su arrogancia, cansados de soportar tu pasividad, venimos a llamarte a la reflexión, a la acción.

Venga, un buen movimiento: quítate el estrecho traje de la legislación, lava rudamente tu cuerpo para que mueran los parásitos y la miseria que te devoran. Sólo entonces podrás vivir plenamente.


¡EL CRIMINAL ES EL ELECTOR!



Como aprendí a andar a caballo - Leon Tolstoi

De pequeño me pasaba estudiando los días enteros; sólo los domingos y los días de fiesta salía de paseo y jugaba con mis hermanos.
-Los mayores deben aprender a montar a caballo. Hay que mandarlos al picadero -dijo mi padre un día.
-¿Puedo aprender yo también? -pregunté. Yo era uno de los pequeños.
-Te caerías -replicó mi padre.
Rogué, con lágrimas en los ojos, que me enseñaran a montar a caballo.
-Bueno, bueno, que te enseñen a ti también; pero te guardarás mucho de llorar cuando te caigas. Ya sabes que el que no se cae nunca aprende a montar -dijo mi padre.
El miércoles nos llevaron a los tres hermanos al picadero. Entramos en un gran vestíbulo; y, desde allí, pasamos a un cobertizo. En éste, había una habitación enorme, cuyo suelo estaba cubierto de arena. Allí varios caballeros, damas y niños, montaban a caballo. Había poca luz, olía a caballos y se oían latigazos, gritos y el golpear de los cascos de los caballos contra las paredes de madera. Al principio, estaba asustado, y no pude observar nada. Nuestro ayo llamó al palafrenero.
-Traiga unos caballos para estos niños. Van a aprender a montar -dijo.
-Bueno -replicó el palafrenero; pero, después de mirarme, añadió-: Este niño es demasiado pequeño para montar.
-Nos ha prometido que no llorará si se cae.
El palafrenero se echó a reír.
Trajeron tres caballos ensillados Nos quitamos los abrigos y bajamos al picadero. El palafrenero sujetaba el caballo por la brida, mientras mis hermanos daban vueltas en torno a él. Primero cabalgaron al paso, luego al trote. Finalmente acercaron el tercer caballo. Era un alazán muy pequeño, con la cola cortada.
Lo llamaban Chervonchik.
-Bueno, caballerito; siéntese -me dijo el palafrenero, sonriendo.
Estaba contento y asustado al mismo tiempo; pero traté de que nadie se diera cuenta de ello. Durante un buen rato intenté meter los pies en los estribos, pero no pude lograrlo, porque era demasiado pequeño. Entonces, el palafrenero me cogió en brazos para sentarme sobre el caballo.
-El señorito no debe pesar más de un par de libras.
Al principio me sujetó de la mano; pero como yo había visto que no había sujetado a mis hermanos, le rogué que me soltara.
-¿No, le da miedo?-me preguntó.
Aunque estaba muy asustado, le dije que no. Lo que me asustaba, sobre todo, era ver a Chervonchik agachar las orejas, porque me figuraba que estaba enfadado conmigo.
-Cuidado, no se vaya a caer -dijo el palafrenero y me soltó.
A lo primero, Chervonchik siguió al paso y pude mantenerme derecho. Pero la silla era resbaladiza y tuve miedo de caerme.
-¿Se sujeta bien? -me preguntó el palafrenero.
-Sí; muy bien.
-Pues entonces vaya al trote -exclamó; y chascó la lengua.
Chervonchik corrió al trote ligero, con lo que me hizo saltar. Pero seguí callado, procurando no ladearme.
-Muy bien -me elogió el palafrenero.
Estaba contentísimo. En aquel momento empezó a hablar con otro palafrenero; y dejó de estar pendiente de mí. De pronto, observé que me había inclinado ligeramente hacia un lado. Quise colocarme bien, pero no pude. Pensé llamar al palafrenero para que detuviese al caballo; pero me dio vergüenza. Chervonchik seguía corriendo al trote y yo iba inclinándome cada vez más. Miré al palafrenero con la esperanza de que me prestara ayuda; mas seguía hablando con su compañero. Sin mirarme siquiera, le dijo.
-¡Es bien valiente ese muchacho!
De pronto me incliné tanto que me asusté. Creí que estaba perdido; pero me daba vergüenza gritar. Chevronchik dio una sacudida que me hizo resbalar y caer al suelo. Cuando el palafrenero volvió la cabeza, al no verme sobre el caballo, exclamó.
-¡Vaya! ¡El caballerito se ha caído!
Le aseguré que no me había hecho daño.
-Los niños tienen el cuerpo blando -cómentó, echándose a reír.
De buena gana me hubiera echado a llorar. Pero pedí que me subieran otra vez al caballo; y así lo hicieron. Ya no volví a caerme.
Desde entonces, fuimos al picadero dos veces por semana. Pronto aprendí a montar bien; y ya no temía a nada.