Los amantes

Me desprendo del abrazo, salgo a la calle.
En el cielo, ya clareando, se dibuja, finita, la luna.
La luna tiene dos noches de edad.
Yo, una.

E. Galeano

El trabajo: el robo de la vida

¿Qué es el bombardeo al juez, 
el secuestro del industrial,
el ahorcamiento al político, el disparo al policía, 
el saqueo a un supermercado,
el incendio de la oficina del jefe,
el apedreamiento al periodista,
el abucheo al intelectual, la golpiza al artista,
frente a la alienación mortal de nuestra existencia,
el sonido del despertador demasiado temprano,
el atochamiento en el tráfico, 
los bienes en venta alineados en los estantes?

La alarma del reloj te despierta otra vez, demasiado temprano como siempre. Sales del calor de tu cama hacia la ducha en el baño, una afeitada y una cagada, luego corres a la cocina donde te lavas los dientes, o si tienes tiempo, comer algunos huevos con pan tostado y una taza de café. Entonces sales volando para ir a luchar con el atochamiento o con las muchedumbres en el metro, hasta que llegas... al trabajo, donde te pasas el día realizando tareas que no eliges, en asociación obligada con otras/os involucrados/as en tareas parecidas, cuyo objetivo principal es la continua reproducción de las relaciones sociales que te obligan a sobrevivir de esta manera. 

Pero esto no es todo. En compensación recibes un salario, una suma de dinero que (después de pagar el arriendo y las cuentas) tienes que llevar a los centros comerciales para comprar comida, ropa, artículos de primera necesidad y entretenimiento. Aunque esto es considerado tu "tiempo libre" en oposición al "tiempo del trabajo", esta también es una actividad obligada que garantiza en segundo lugar tu supervivencia, su principal propósito también es reproducir el orden actual existente. Y para la mayor parte de la gente, el tiempo libre de esas restricciones es cada vez menor.

Según la ideología que domina esta sociedad, este tipo de existencia es el producto del contrato social entre iguales, esto es iguales ante la ley. El trabajador, se dice, acuerda vender su trabajo al jefe a cambio de un salario acordado mutuamente. Sin embargo, ¿Cómo puede ser libre a igualitario un contrato, si una de las partes tiene todo el poder?.

Si miramos desde más cerca el contrato, se hace claro que no es ningún contrato, sino la más violenta y extrema extorsión. Esto es más escandalosamente evidente en los márgenes de la sociedad capitalista, donde la gente que ha vivido por cientos (o miles en algunos casos) de años a su propia manera, se encuentra con su capacidad para determinar las condiciones de su existencia, arrebatada por las máquinas aplanadoras, las motosierras, los equipos mineros, etc, de los amos del mundo.

Pero este es un proceso que se ha llevado a cabo por cientos de años, el que involucra un descarado robo de tierra y de vidas a larga escala, aprobado y llevado a cabo por la clase dominante. Privados de los medios para determinar las condiciones de su existencia, no se puede decir honestamente, que las/os explotadas/os estén haciendo un contrato libre e igualitario con quienes les explotan. Claramente esto es un caso de chantaje.

¿Y cuáles son las condiciones de este chantaje? Los/as explotados/as son son forzadas/os a vender el tiempo de sus vidas a sus explotadores, a cambio de su supervivencia. Y esta es la real tragedia del trabajo. El orden social del trabajo se basa en la impuesta posición entre vida y supervivencia. El problema de cómo una/o se las arreglará suprime el problema de cómo esta persona quiere vivir, y con el tiempo todo parece natural y una/o reduce sus sueños y sus deseos a las cosas que con el dinero puede comprar. 

Sin embargo, las condiciones del mundo del trabajo no solo se aplican a aquellas/os que trabajan. Una/o fácilmente puede ver cómo, a partir del miedo de quedarse en la calle o el temor al hambre, la gente desempleada es atrapada por el mundo del trabajo al buscar un empleo. Más o menos lo mismo sucede con aquellas/os que viven de las ayudas del estado, cuya sobrevivencia depende de la existencia de la burocracia de la asistencia social, incluso para quienes el evadir el trabajo se ha vuelto una prioridad, el centro de las decisiones de una/o giran en torno a estafas, hurtos en tiendas, reciclando de la basura, todas las distintas maneras de arreglárselas sin un empleo. En otras palabras, las actividades que podrían estar bien para sustentar un proyecto de vida se vuelven un fin en sí mismo, haciendo el proyecto personal de vida uno de simple supervivencia. ¿ De qué forma se diferencia esto, realmente, de tener un trabajo?.

Pero, ¿cuál es la base real del poder detrás de esta extorsión que es el mundo del trabajo? las leyes y los juzgados, las fuerzas policiales y militares, las multas y las prisiones, el miedo al hambre y a quedarse en la calle, por supuesto todos estos son aspectos reales e importantes de la dominación. Pero, incluso la fuerza de las armas del estado solo puede tener éxito al llevar a cabos u tarea debido a la sumisión del pueblo. Y aquí está la base real de toda la dominación, la sumisión de los esclavos, su decisión de aceptar la seguridad de la miseria y de la servidumbre conocida, por sobre el riesgo de la libertad desconocida, su voluntad de aceptar una supervivencia asegurada pero sin color, a cambio de la posibilidad de vivir realmente, lo cual no ofrece ninguna garantía.

Así, para acabar con nuestra esclavitud, para movernos más allá de los límites de la simple sobrevivencia, es necesario tomar la decisión de rechazar la sumisión; es necesario empezar a reapropiarnos de nuestras vidas aquí y ahora; tal proyecto inevitablemente nos ubica en conflicto con el orden social entero del trabajo; de esta forma, el proyecto de reapropiación de la existencia de una/o debe ser también el proyecto de destrucción del trabajo. Para ser más claro, cuando digo "trabajo" no me refiero a la actividad en la que una persona crea los medios para su propia existencia (la cual idealmente nunca estaría separa de la vida de uno/a y del hecho de vivir) sino más bien, a una relación social que transforma esta actividad en una esfera separada de la vida de esa persona y la pone al servicio del orden dominante, de este modo, esta actividad, deja de tener relación directa en la creación de su propia existencia, en vez de eso solo se le mantiene en el campo de la simple subsistencia (a cualquier nivel de consumo) por medio de una serie de mediaciones en la que la propiedad, el dinero y el intercambio de mercancías están entre las más importantes. En el proceso de recuperación de nuestras vidas, este es el mundo que debemos destruir, y esta necesidad de destrucción hace de la reapropiación de nuestras vidas junto con la insurrección y revolución social un solo proyecto.

Wolfi Landstreicher

En la mañana

Hacía años que no se levantaba antes de las diez de la mañana. Estaba en el mejor de los sueños. La puerta se abrió. Fuertes golpes metálicos y una luz cegadora lo despertaron sobresaltado.

- ¡Recuento! ¡Todos en pie! 
Desde la litera de arriba, la tercera, bajó trabajosamente. Él y sus seis compañeros de celda, diez metros cuadrados, aguardaron de pie el medio minuto largo que el imbécil del funcionario tardó en contarlos. 
Él, pronto o tarde, saldría. El funcionario seguiría en la cárcel cuando él se fuera.




Surre-Dada



Pequeña publicación de textos e imágenes surre(alistas) y dada(istas). 

El trampolín - Manuel Rojas


HAY MUCHA gente que no cree en la suerte. Dicen que todo está determinado y que no sucede nada que no obedezca a leyes fijas, invariables, que provocan tales o cuales hechos, y que el hombre no puede escapar a lo que el destino le tiene reservado. Pero es indudable que hay un ancho margen para los acontecimientos imprevistos, una especie de puerta de escape de lo determinado y de lo prescrito, un burladero para lo fatal, un trampolín para los saltos de la suerte. Puede ser esto la casualidad, la eventualidad, puede ser lo que ustedes quieran, pero existe, y yo quiero demostrarlo contándoles un caso. Resignación.
Yo tengo un delito sobre mi conciencia. Legalmente, es un delito.  Moralmente, no. Un tribunal me condenaría; un hombre, a solas con su conciencia, sin investidura legal, me perdonaría, encontrando en el fondo de mi acto un sentimiento noble; Yo no sé ni conozco las proyecciones que mi conducta trajo consigo. Me conformé con el hecho mismo, sin importarme lo demás;
El caso es el siguiente:
Hace ya bastantes años, siendo yo un muchacho de veinte, estudiante de segundo año de medicina, venía de Valparaíso a Santiago, de vuelta de vacaciones, acompañado de un amigo que tenía más o menos la misma edad mía.
Subimos al tren en la estación del Puerto. Viajábamos en tercera clase. Mi familia era pobre y la de mi amigo también. Al llegar el tren a Bellavista vimos que subía un hombre con esposas, pobremente vestido, acompañado de un guardián armado con carabina y de un señor con aspecto de agente de policía. Dio la casualidad de que el único asiento desocupado para dos personas estaba frente a nosotros y en él se ubicaron el reo y el agente. El guardián; después de despedirse, descendió.
Nosotros, jóvenes, llenos aún de piedad para la desgracia ajena, nos sentimos impresionados ante aquel hombre, joven también, esposado, expuesto a la curiosidad de todos. Una vez sentado se arrimó bien a la ventanilla y miré por ella insistentemente, evitando ver nuestras miradas, que lo recorrían de arriba abajo.
Como he dicho, era joven, treinta años a lo sumo, moreno tostado, con reflejos cobrizos en los pómulos; los rasgos de su rostro eran regulares. normales. Vestía un traje de mezclilla, muy arrugado, camisa sin cuello y calzaba gruesos zapatones, bototos que llaman. Todo él daba la impresión de un trabajador del norte, un minero, un calichero o un carrilano. Sentíamos deseos de hablar con ellos y saber los motivos de la desgracia de aquel hombre, las circunstancias de la misma y tal vez el lugar donde se había originado.
Empezamos a hablar con el agente, charlando de asuntos sin interés, hasta que no pudiendo reprimir su curiosidad, uno de nosotros preguntó:
- ¿De dónde vienen?
—De Antofagasta.
—Y. ¿por qué lo trae?
El preso dio vuelta la cabeza y nos miró con aire de cansancio. Sin duda habrían sido muchas las personas que hicieran La misma pregunta durante el largo viaje.
—Por homicidio —respondió el agente. ¿Homicidio?
-Sí, mató a un amigo y compañero de trabajo.
Nos callamos, sintiendo que nuestra simpatía disminuía antela desnudez del  hecho. Pero el preso pareció darse cuenta de ello y dijo:
-Si, así dicen, que yo lo maté; pero Dios sabe que no supe lo que hacía y que nunca tuve esa intención. Empezó a hablar, y escuchamos, atónitos, el más original de los relatos.
— ¿Cómo lo iba a querer matar, patroncito, cuando lo quería tanto? Durante muchos años anduvimos juntos y nos apreciábamos más que si fuéramos hermanos. Nos conocimos yendo los dos en un enganche para las salitreras, y desde el primer momento nos hicimos amigos. Recorrimos casi todo el norte, sin separarnos, corriendo la suerte día tras día, por las salitreras, por las minas, por los puertos, por todas partes. Nos emborrachábamos juntos, y juntos caíamos presos; salíamos juntos también de la capacha. Con uno que trabajara, comíamos los dos. Cuando uno se enfermaba, el otro lo cuidaba mejor que si fuera un pariente. Teníamos confianza ciega el uno en el otro y nunca hubo entre nosotros un sí ni un no. En fin, para qué le cuento más; nos queríamos como caballo. Martín era muy juguetón y muy travieso y le gustaba payasear conmigo; a mí también me gustaba. Eso fue lo que nos perdió. Era muy pesado de mano y me daba unas guantadas, muy fuertazas, que me dejaban atontado. Yo le atracaba también con todas mis fuerzas, pero él era mucho más macizo y cuando pegaba, parecía que lo hacía con una piedra. El me daba un puñetazo y yo le daba otro; él me pegaba una cachetada y yo le plantaba otra; si me pellizcaba lo pellizcaba, y todo esto riéndonos, sin pizca de rabia ni de mala intención, como dos chiquillos. Hasta que una noche, patrón, en que estábamos borrachos en la oficina Baquedano, empezamos con la payasada: me estaba preparando para acostarme y me había sacado ya la chaqueta, cuando viene por detrás y me da un coscacho que casi me aturde.
“Me dolió muchísimo. ¡Las manitos que tenía Martín! Me dio rabia, y como tenía el cuchillo en la mano, para ponerlo debajo de la almohada, me di vuelta y le hice así no más, como para asustarlo, ¿y no se fue a morir este.... tonto leso? Se murió, patrón, y yo salí corriendo, llorando a mares, gritando que había muerto a mi compañero. Me llevaron preso, y aunque conté la verdad, nadie me creyó. Dijeron que lo había muerto peleando y me condenaron a cinco años y un día. Nadie ha llorado más que yo, patrón, porque yo era el único que podía llorarlo con razón: él era mi amigo, mi compañero, mi hermano, y yo lo había muerto sin querer, payaseando. Y no crean ustedes que tenga vergüenza de mi condición ni que me importe la condena. Lo único que siento es que se haya muerto, y así, sin motivo, de una manera tan tonta. ¡Qué desgracia, patroncito, qué desgracia!
Calló el hombre y volvió de nuevo a su actitud de aislamiento. El agente sonreía, mostrando debajo del largo bigote negro una hilera de dientes blancos. Sin duda que el asunto, contado así, resultaba un poco divertido; pero ni yo ni mi amigo sentíamos deseos de sonreímos. No habíamos visto en el relato sino aquella ternura por el amigo muerto y aquella ingenuidad admirable, que se detenía justamente en el límite de la estupidez.
No cabía duda respecto de la veracidad de su relato y era indudable que en el fondo de su conciencia se consideraba inocente. Y en cierto modo, casi estoy por decir que absolutamente lo era, o que por lo menos no merecía ser condenado, ya que bastante pena y bastante angustia eran para él haber asesinado a la persona que más quería, a su compañero, a su amigo, a aquel Martín que yo me imaginé grande, colorado, gordo, con bigote color castaño, risueño, despreocupado, vestido con camiseta, faja y pantalón negro.
Les ofrecí cigarrillos al agente y al preso. Aceptaron. El preso fumaba penosamente, levantando las dos manos para llevar y retirar el cigarrillo de la boca. El espectáculo me impresioné demasiado y salí hacia el exterior del coche, parándome a fumar en la plataforma.
El tren corría a través de los cerros que rodean Quilpue y Villa Alemana. Calles llenas de rosales; caminos que se prolongan desde los pueblitos hacia el campo, subiendo perezosamente los cerros; terrenos cultivados, alfalfares, campos de juego, jardines. ¡Daba gusto mirar! Y daba pena acordarse de aquel que iba en el interior del coche y que durante tantos años no podría echar a andar por un camino que le gustara, libremente, sin pedirle permiso a nadie.
En fin, era ridículo que me dejara llevar por un sentimiento inútil de piedad y conmiseración. Lo que aquel hombre necesitaba era su libertad y nada más. Ni la piedad ni la conmiseración nuestra lograrían amenguar una gota su amargura ni aliviar su desgracia:
¡Cinco años y un día! Estaba agarrado firmemente por las manos duras del presidio, que lo absorbería con su ancha boca oscura y lo devolvería a la calle cuando el último día de su condena hubiera transcurrido. Ya no habría escapatoria para él. Desde la estación iría al presidio, derecho, recto, fatalmente.
Para olvidar el asunto y distraerme, empecé a silbar y a cantar. Aprovechando el ruido de la marcha del tren, cantaba a grito pelado en la plataforma, fumando y mirando el paisaje. De pronto, el tren piteó; iba llegando a La Calera. Entró a la estación y paró. Los vendedores de frutas y fiambres, de dulces, atronaron el aire con el reclamo de su mercadería y los pasajeros descendían a comprar. Otros se acercaban a las ventanillas. Entre la gente que bajaba, vi pasar al agente encargado de la custodia del preso. Me miró al pasar y me dijo:
—Voy a comprar algo de comer.
- ¿Y el preso? —le pregunté.
—Se estará quieto; es muy tranquilo.
Al bajar, la muerte lo sorprendió brutalmente. En lugar de descender hacia el andén de la derecha, junto al cual estaba detenido el tren, descendió hacia el de la izquierda, atravesando la vía de los trenes de regreso. No alcanzó a llegar, pues una locomotora lo tomó de costado, echándolo sobre los rieles y pasándole después por encima. Lo trituró horriblemente. Yo no pude gritar, tan grande fue mi impresión; pero en medio de ella me acordé del preso y durante varios segundos pensé infinidad de cosas.
La muerte había abierto para aquel hombre la pueda de escape de lo prescrito y lo determinado, y era yo el único que podía sacarlo por ella o volverla a cerrar, pues nadie más que yo, espectador casual del accidente, podía reconocer en aquel montón informe de carne al agente de policía y contar lo que pasaba. ¿Merecía aquel hombre que se le diera una oportunidad para librarse de su condena? Yo creo que sí y lo había pensado ya así al considerar que era inocente, por lo menos en principio. Su remordimiento y su pena eran ya bastante carga para su alma. Por otra parte, el único interesado, por obligación del oficio, en que se cumpliera la condena de aquel hombre, era el agente y el agente había muerto. La justicia, persona abstracta, habla perdido su representante, y mientras apareciera otro, aquel hombre estaba libre. Claro es que yo…
Pero no quise pensar más y entré al vagón decidido a facilitar el salto de aquel hombre en el trampolín de la suerte.
Que cayera donde pudiera. Una vez dentro vi que mi amigo estaba muy pálido y miraba fijamente por la ventanilla. Había presencia do también el accidente, pues nuestro asiento era el más cercano a la plataforma y daba hacia el lado izquierdo. Al yerme pareció interrogarme con la mirada. Sin duda tenía en su cabeza idénticos pensamientos.
- ¿Qué hacemos?
Los demás pasajeros estaban distraídos, efectuando apresuradamente sus compras, y aquellos que ya tenían noticias del accidente, no sospechaban quién era el atropellado por la locomotora.
—Ándate —le dije al preso en voz baja, rápidamente.
— ¿Y cómo, patrón? ¿No ve cómo estoy? -me preguntó, mostrándome sus manos esposadas—. Entrégueme a la policía, mejor. Después, si me pillan, es peor. Yo vacilé. El asunto salía ya de la simple simpatía y de la aquiescencia piadosa y entraba en la franca complicidad. Pero mi amigo resultó más atrevido que yo. Tomó el sombrero del preso y poniéndolo sobre las esposas, le dijo:
—Sujétalo ahí.
El hombre tomó el sombrero con una mano y lo colocó de modo que le tapara las esposas.
—Vamos.
El preso se levantó. Estaba muy pálido y tiritaba, no sé sí de alegría o de miedo, hasta el punto de castañetearle los dientes. Yo estaba también muy nervioso y me temblaban las piernas. Bajamos del tren hacia la derecha y salimos de la estación tomando después una calle cualquiera. Caminamos en silencio, sin mirarnos, entregado cada uno a sus reflexiones o a su angustia.
Llegamos a las afueras del pueblo y buscamos un sitio solitario donde ocultarnos. Digo buscamos, y no es cierto; mi amigo era el que nos llevaba. Habla tomado la aventura por su cuenta y nos dirigía con una audacia que nunca sospeché en él. Nos dejábamos llevar, dócilmente, obedeciendo a su voluntad y, en cierto modo, descansando en ella. Nos escondimos detrás de un árbol.
—Busca dos piedras grandes, pronto.
Encontré lo que me pedía, y él, colocando una en el suelo, hizo poner al hombre una mano sobre ella y con la otra empezó a golpear la argolla de hierro de la esposa. A mí me parecía que los golpes se escuchaban desde la estación. Vigilaba anhelante. De pronto oí un grito.
— ¡Ayayay, patrón!
En lugar de pegar en la argolla, mi amigo, en su precipitación, había dado en la mano del hombre.
—Te estoy dando la libertad y todavía te quejas —dijo mi amigo.
—Pero pegue en la argolla, pues, patrón —replicó el preso.
Por fin la esposa se partió en dos y el preso levantó en el aire su mano magullada. Empezaba a saborear la libertad.
—Vamos, a la otra. Golpea tú; yo me cansé.
Tomé la piedra, y mientras mi amigo vigilaba empecé a golpear la argolla de la otra mano. No resistió mucho tiempo, pues yo pegaba con precisión y firmeza. Una vez rota, mi amigo la cogió y la arrojó entre las ramas del árbol. Ahí quedó enganchada.
- Después, nos encontramos los tres mirándonos de frente, sorprendidos. Habían pasado el entusiasmo y la angustia de la aventura. El preso, inmóvil, parecía esperar nuestro consejo o nuestra palabra de liberación. Tímido, a pesar de todo lo sucedido, no se consideraba aún libre; se sentía atado a nosotros y no se atrevía a marcharse sin que se lo indicáramos.
— ¿Qué esperas? Ándate —le dije—. Y procura no jugar con nadie teniendo un cuchillo en la mano y estando borracho.
—Si, patrón; para otra vez tendré más cuidado.
Empezó a andar, despacio, sin mirar para atrás, en dirección al campo, a los cerros. Pero, sin duda, por vergüenza o por otro sentimiento análogo, nuestra presencia le molestaba y le impedía sentirse verdaderamente en libertad, porque de pronto echó a correr, a correr, cada vez más ligero, hasta desaparecer en medio de un grupo de árboles.


De mártires y verdugos


Año 1970: Un grupo de hombres marchando. Un joven mira a la cámara alzando el puño, le acompañan otros elevando una pancarta firmada "V.O.P." Emprendemos un viaje hacia los acontecimientos del pasado, reconstruyendo la historia de la represión en Chile, y revisitando la aventura de un grupo de jóvenes revolucionarios que, insertos en el proceso de los años 70, será reprimido por el mismo gobierno de la Unidad Popular.

Linyera, caminante, croto


Que importa saber quien soy,
ni de donde vengo, ni pa' donde voy
si el mueble más antiguo
siempre es el más buscado,
y la planta por añeja
siempre es más apreciada.
Por qué hombre que anda
solo, viejo y desamparado,
no merece por lo menos,
la limosna e' una mirada?
No me lloren que no llueve,
qu'el campo se ha secado;
Eso a mi no me conmueve,
seco siempre he andado!
Si el tiempo es dinero,
y el minuto mucho cuesta,
soy millonario verdadero,
por lo que gasto la siesta!
Por la vida yo camino,
como empleado d' intendencia,
sin fatiga, ni destino,
sin apuro y con conciencia.



El rostro de un candidato político en una valla publicitaria - C. Bukowski

Ahí está:
No demasiadas resacas
No demasiadas peleas con mujeres
No demasiados neumáticos desinflados
Nunca pensó en el suicidio

No más de tres dolores de muelas
Nunca se saltó una comida
Nunca estuvo encarcelado
Nunca estuvo enamorado

7 pares de zapatos

Un hijo en la universidad
un coche que no tiene más que un año
 pólizas de seguros
un césped muy verde
cubos de basura con tapa hermética

Seguro que le eligen.

Planeta Libre



En un pequeño y lejano planeta, su población con apariencia igual a la humana anda por el año 6000, y esa sociedad está tan avanzada que, entre otras cosas, han prescindido hace mucho tiempo del dinero y de la dependencia de casi todos los objetos materiales. La vida promedio de esos seres evolucionados dura alrededor de 250 años, se comunican telepáticamente y sus actividades se desarrollan en un completo y armónico contacto con la naturaleza.